Corría el año de 1967 y durante las fiestas del carnaval me encontraba de visita en Mazatlán, Sinaloa, cuando el lunes 6 de febrero por la noche recibí una llamada de mí madre quien me informó que el general Abelardo L. Rodríguez había sido internado en estado sumamente grave en San Diego y que mi padrastro, don Vicente Ferreira, se encontraba también en San Diego y existía la gran preocupación por su salud, debido a la cercanía de colaboración y amistad con el general Rodríguez a lo largo de tantos años. Mi madre me pedía que fuera a San Diego para estar al pendiente de don Vicente.
Cuando llegué a Ensenada, un miércoles 9 de febrero, esperé a don Ricardo Vélez Orci, quien en ese tiempo era gerente del Banco Mexicano de Occidente, a que pasara por mí para trasladarnos a San Diego por la tarde.
A nuestra llagada, confirmamos la información sobre el precario estado de salud del general Rodríguez, a don Vicente lo vimos sumamente consternado y apesadumbrado. No había mucho que hacer, solo esperar el desenlace fatal y esperar que la resistencia física y emotiva de don Vicente le permitiera sobreponerse a la terrible perdida.
Esa noche, recibimos la llamada del general Lázaro Cárdenas, quien llevaba una excelente amistad tanto con el general Rodríguez, como con don Vicente. En la llamada nos avisaba que llegaría al aeropuerto de El Ciprés al día siguiente. Dado que el general Cárdenas no tenía contemplado cruzar a Estados Unidos, nos decía que estaría pendiente del estado de salud del Gral. Rodríguez en Ensenada y que le gustaría que don Vicente lo acompañara.
En efecto esta invitación fue un paliativo a la congoja de don Vicente. Esa misma noche viajamos, él y yo, a Ensenada y al día siguiente estuvimos para recibir al Gral. Cárdenas, quien era acompañado por su hijo Cuauhtémoc. El resto de la comitiva lo formaban dos senadores, dos amigos de Cuauhtémoc y el secretario particular del Gral. Cárdenas, aparte de los dos pilotos y la aeromoza. Los llevamos a hospedarse al Hotel Bahía. Tuve la fortuna de asistir al Gral. Cárdenas durante ese tiempo. A casi diario me pedía que pasara por él a las 6 de la mañana para llevarlo a caminar por diversas partes de Ensenada.
El Gral. Cárdenas estuvo pendiente en forma constante hasta el día 13 que durante el desayuno le informaron a don Vicente de la muerte de su amigo el Gral. Rodríguez. Don Vicente se acercó al Gral. Cárdenas y le pidió que dejara la mesa y lo acompañara. Y a una distancia prudente y en voz baja le compartió el mensaje con las malas noticias.
Por esta ocasión quiero compartir una muy breve reseña de una experiencia personal con quien tuve la fortuna de lograr conocer en forma cercana y quien me privilegió con su trato personal.
Algunas veces nos acompañaba alguien en esas caminatas, aunque por lo temprano, era más común que fuéramos los dos solos. El Gral. Cárdenas conocía muy bien Ensenada y tenía lugares que le traían especiales recuerdos. Una de esas mañanas, que no teníamos más compañía que la mutua, me pidió que lo llevara a la zona del “Montemar” calle catorce, entre las avenidas Ruiz y Obregón. Me platicaba que durante su presencia en Ensenada con motivo de la creación de la Región Militar del Pacifico, en 1942 había sido huésped del Gral. Rodríguez en El Sauzal, y que después de un tiempo prudente, aceptó el ofrecimiento del Sr. Luis Salazar, para que ocupara su residencia personal como la suya que se localizaba en el centro de Ensenada.
Me decía, que en esos días decidió plantar un árbol en el centro del jardín de la casa en referencia y que tenía mucha curiosidad de ver cómo estaba su “hijo” después de 25 años. Dejamos el automóvil en el Parque Revolución y caminamos por la calle sexta hasta llegar a la Ave. Ruiz y por esa arteria nos dirigimos hacia el norte hasta llegar a la calle 14, donde doblamos a la izquierda y a instancia del Gral. Cárdenas, cruzamos la calle para seguir caminando por la acera del lado norte hacia la Ave. Obregón.
A la distancia sobresalía un alto árbol que de inmediato supe que era el motivo de nuestro paseo. Noté en el brillo de sus ojos, que reflejaban su intensa emoción. Con detalle me contaba cómo era que había determinado que tipo de árbol plantar, así como el abono y los cuidados especiales para asegurarse que se lograría. Quiso dejar herencia y muestra de su paso.
Han pasado 44 años de esa mañana. En mi recuerdo vívido quedó indeleble ese momento. Ni remotamente fue el único árbol que el Gral. Cárdenas sembró personalmente. Cuando tuvimos la oportunidad, en el verano de ese mismo año de 1967, de visitarlo y recibir sus atenciones de hospedaje tanto en su casa de Cuernavaca, Morelos y en la de Jiquilpan, Michoacán, nos mostró con mucho orgullo muchas plantas y árboles que él personalmente había sembrado, sin embargo a ninguno de ellos se refería como “hijo” como el “suyo” en Ensenada.
Hoy el árbol ya tiene 71 años y aún se mantiene alto y vigoroso.
Un orgulloso “hijo” ensenadense del Gral. Lázaro Cárdenas.