Hace unos días emergió la noticia de la acusación por parte de un ciudadano mexicano de 33 años a un sacerdote católico que lo violó en la rectoría de una iglesia en el Estado de México mientras se oficiaba una misa en esta última.
El sobreviviente cuenta que tenía 13 años cuando esto pasó. Entonces era acólito y el sacerdote había sido removido de los Estados Unidos para luchar con su homosexualidad, pedofilia y alcoholismo que ya le habían ocasionado acusaciones parecidas.
Al investigar, el agredido se dio cuenta, como es sabido en muchos casos, de que la iglesia lo protegió y encubrió por 30 años de ejercicio como miembro de la comunidad religiosa, en donde abusó de más de 200 niños de diferentes partes de México y Estados Unidos.
Investigando y trabajando para la prevención de este delito, se encontró con que muchas personas no denuncian estas acciones por varios motivos. Más allá del miedo, la vergüenza y que si se denuncia después de un tiempo considerable las posibilidades de justicia se reducen, está el hecho de que hay un escondrijo legal en donde el delito es nombrado “estupro”, cuya diferencia radica en que el menor consintió el acto sexual y la condena es más ligera. A esto hay que agregarle el cobijo de las autoridades más altas tanto del Estado como de la Iglesia, lo que logra que se oculten o ignoren las demandas de las personas afectadas o sus familias. Por esto algunas personas deciden que no vale la pena el volver a ser violentadas por un sistema deficiente para no obtener justicia real.
Sabemos que estos casos no son aislados ni nuevos, de la misma manera que sabemos que no todos los sacerdotes o dirigentes religiosos tienen estas intenciones y hacen su trabajo honradamente. Sin embargo, hay varios puntos aquí.
Como se ha dicho en notas anteriores, el acto sexual consensuado se debe dar entre todas las personas que participan, cumpliendo con el criterio y la capacidad para expresarlo. Si bien en la actualidad hay niños y niñas de 13 ó 14 años que están manteniendo relaciones sexuales por su propia voluntad, sabemos que no están en condiciones de madurez suficientes para afrontar las posibles consecuencias, y en gran cantidad de casos, tampoco están educados o educadas para hacerlo, y ese es, paradójicamente, el motivo principal por el que lo hacen.
Si a esto le agregamos que en este caso en particular hay una relación de poder (como lo habría en el caso de los padres, padrastros, maestros o empleadores abusadores), es más cuestionable la parte de la voluntad de la persona menor.
La parte que nos toca como sociedad es educar a los niños y niñas en una cultura de precaución y de que no importa que tengamos un estereotipo de quienes son los “buenos” y los “malos” en la sociedad, las agresiones pueden venir de quien menos esperamos. También está el sentido de la expresión del afecto y los límites en él por parte de cualquier familiar o persona cercana, desde el hecho tan simple de poder decir “no quiero darle beso a mi tía”. Por último está la observación de las conductas sospechosas tanto en el menor como en el adulto, ya que un abuso casi siempre toma tiempo para ser llevado a cabo y hay señales desde antes.