Mis recuerdos de pequeño, se remontan allá, por el año de 1948 o 1949 cuando a la edad de 5 o 6 años llegué por primera vez a Ensenada. Nuestra casa, en el área de colonia o fraccionamiento Granados en el extremo oriente de la Colonia Obrera, por la Avenida Soto, casi esquina con la calle Segunda. Solo unas cuantas casas por alrededor. Una cocedora de langosta al cruzar la calle, frente a la casa, me dio la oportunidad de saborear las “patitas” de tal crustáceo, ya que en proceso de cocer la langosta algunas patas y hasta algunos cuernos se les desprendían por el majeo y eran simplemente olvidadas en el piso.
Recuero que, tarde a tarde, con balde en mano acudía a pedir a los trabajadores que me regalaran algunas “patitas”, Había tal cantidad, que de una “palada” me llenaran el recipiente, serían unos 4 o 5 kilos del delicioso bocadillo. En más de una ocasión fue mi desmedido diente que por la noche sufría de pesadillas por el exceso. Quien fuera a decir que hoy en mi vejes, y aquí en Ensenada, el llegar a disfrutar, aunque sea un burrito de langosta es algo que se ve como el evento del año. Este recuerdo viene a referencia, más que por el aspecto culinario, o por el encarecimiento de los productos de mar, por la época llena de recuerdos y eventos, algunos de ellos de importancia trascendental en la vida cotidiana de Ensenada.
Quiero tomar como base de esta reseña los eventos de un día. No recuerdo la fecha con exactitud; con algo de dedicación podría determinarla, baste, por ahora decir que fue entre 1949 y 1951. El presidente de la republica era el Lic. Miguel Alemán Valdez, quien venía a Ensenada a inaugurar las obras de la construcción del rompeolas.
Esa mañana nos dimos cita en mi escuela Maestro Matías Gómez desde muy temprano. Muy ordenados caminamos hasta la antigua entrada a Ensenada, por el monumento a Hidalgo y un par de cientos de metros con dirección al Cerro del Vigía. Recuerdo claramente que nos formamos, junto con otros grupos escolares, posiblemente de La Corregidora y de la Escuela Héroes de Baja California. No contábamos con “uniforme” propiamente dicho, eso sí, todos ataviados con camisa blanca y, quiero pensar pantalones oscuros, quizás de mezclilla. A cada uno de nosotros se le entregó, por medio de nuestro profesor, una pequeña bandera mexicana.
Fuimos instruidos que “ya pronto” veríamos pasar frente a nosotros al señor presidente de la república. A mi corta edad, no del todo, entendía que la persona que pasaría, era el único en todo México, nadie era como él. Efectivamente al cabo de lo que me pareció una eternidad, el alboroto de los presentes nos dio a saber que el momento esperado ya estaba ocurriendo. Un auto, descapotable, negro, muy limpio, un Cadillac, por marca, venia al frente de una serie de vehículos, todos llenos de pasajeros. En el primer auto, en el asiento posterior, y de “mi lado” vi pasar al Lic. Alemán, quien sonreía y saludaba efusivamente a la multitud con ambos brazos.
Nosotros, yo en especial, agitábamos las pequeñas banderas y no recuerdo que consigna gritábamos a pleno pulmón, Sentí la emoción en todo mi ser, la sangre me corría en tropeles. Gritaba, agitaba mi bandera, quería que “él” se diera cuenta de “mi” presencia. No fue en vano. Sentí su mirada coincidir con la mía, y entendí, en ese momento la significancia del evento. Yo era testigo de la presencia de un ser único, poderoso, imponente. ¡El señor presidente de la república! Ese sentimiento de fervor patriótico, de respeto a la persona y a la institución era producto de una sana y efectiva educación familiar y de una inculcación de “civismo” en la escuela.
El evento de inauguración continúo por más tiempo. Había mucha gente que se acercó al templete donde se dieron discursos y más. Nosotros a la distancia, formados ordenadamente, esperamos a que terminara el evento.
De regreso, me tocó, que el Lic. Alemán iba sentado, “del otro lado”, por alguna razón los gritos, eran menores en intensidad, las banderas si las agitábamos aun, pero con cierto cansancio y quizás, en mí, una falta de entusiasmo, pero aun así, con fervor.
Al concluir el acto mis padres me recogieron y en automóvil nos dirigimos a la casa.
Al llegar me di cuenta de una multitud de personas que estaban congregadas en la Av. Soto entre las calles segunda y tercera. Supe, era el mismísimo presidente de la republica que estaba inaugurando las instalaciones de la Industrial número dos.
Rápidamente logré escurrirme entre los asistente hasta llegar a la primera fila, ahí. Cerca, cerquita, mirando hacia arriba, a los hombres altos, casi todos de sombrero de fieltro y trajes con corbata, ahí, distinguí la sonrisa inigualable del Lic. Alemán. Aún tenía en mis manos la pequeña bandera y la agitaba y gritaba, quien sabe que consigna escolar que nos habían enseñado.
Sentí que era yo el único con tal encargo. Nuevamente sentí la mirada de don Miguel coincidir con la mía, un gesto con su mano, como saludándome o dando agradecimiento, no sé, y una sonrisa, que sentí fue exclusiva para mí. Mis esfuerzos habían tenido éxito. ¡Misión cumplida!
Por la tarde, a buscar una patitas de langosta para cerrar un día memorable en la historia de Ensenada.