El pasado domingo se emitió un comunicado en el que el Congreso de Honduras informa que se aprobó una norma para prohibirles a todas sus empleadas vestir con escote, minifalda o vestido corto. En el caso de los trabajadores varones se prohíben los pantalones desteñidos, rotos o muy ajustados.
Desde luego las reacciones no se han dejado esperar, anunciando la discriminación y el machismo implícito en este código de vestimenta, ya que es obvio que el desempeño laboral, ya sea administrativo, fiscal o cualquier otro, no depende de la forma de vestir de quien lo lleva a cabo.
Si bien existen códigos de vestimenta que se pueden calificar como “formales” o “uniformes” que promueven la buena imagen y el sentido de igualdad y pertenencia entre quienes lo usan, existe una tendencia marcada, no solo en Honduras sino en otros países, incluido el nuestro, a prohibir más en su vestimenta a la mujer que al hombre argumentando que se están defendiendo las “buenas costumbres”.
Ejemplos de esto se han dado en nuestro país en San Luis Potosí y Veracruz en 2006; en Oaxaca y Chihuahua en 2011; en Ciudad Acuña, Coahuila, el año pasado; entre otros.
En 2008, el rector de la Universidad Autónoma de Sinaloa sugirió que la violencia en Culiacán podría frenarse si se prohibía el uso de minifaldas a las estudiantes, ya que esta costumbre es “una invitación para ser agredidas o molestadas, no sólo dentro de la universidad, sino en el exterior”. De manera incongruente asegura luego que esto no pretende hacer menoscabo en el derecho de ellas a portar la vestimenta que deseen.
En Navolato, en 2011, se apoyó esta idea con el objetivo de evitar los embarazos no deseados entre las adolescentes, lo que desde luego fue contra-argumentado y retractado en su momento. En ese mismo año en Tamaulipas se dio el argumento de que “las dependencias gubernamentales no eran pasarelas ni lugar de recreación”, que se debían “evitar distracciones y acoso sexual”, siendo “necesario que ellas mismas impongan el respeto”.
Estos ejemplos de nuestro país ponen de relieve aquello que venimos arrastrando desde tiempos inmemoriables en donde la mujer “es culpable” de todo lo que le sucede. Frente a esto cabe argumentar que además de lo dicho anteriormente sobre el rendimiento laboral, se han hecho varios esfuerzos por regular la vestimenta femenina pero no se promueve de la misma manera que el respeto a las personas y las normas es independiente de la ropa.
Las mujeres no deberíamos necesitar “imponer” el respeto, pues esta condición es la “plena conciencia de que el otro (o la otra) es una persona ajena a mí, y por tanto tiene otra identidad, deseos, prioridades, etc., que debo tener en cuenta para relacionarme con ella sin pasar por encima ni ponerme debajo”. Descrito así, es algo que viene de adentro hacia afuera, y que es reforzado más no impuesto, de afuera hacia adentro.
Además, en ocasiones, la misma sociedad y dirigentes que promueven estas medidas son las mismas que saliendo del trabajo, e incluso para cerrar tratos dentro del mismo, asisten a espectáculos sexuados en donde lo que prohíben es justamente lo que buscan, aderezado además con la caricaturización, exageración y la parodia que requiere mucho de este entretenimiento.
Por último, se ha demostrado que la abstinencia y el dejar de hablar o “provocar” reacciones sexuales no es el camino para evitar un embarazo no deseado, especialmente en adolescentes. En este caso cabe el recordatorio de que es urgente proveerles de información y herramientas para que disfruten de una sexualidad (activa o inactiva en su modalidad coital) plena y responsable, y que la vestimenta no les ayudará tanto como la educación, no solo durante su adolescencia, sino durante todas las etapas de su vida.