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Los colores en el lenguaje

¿Nombramos lo que vemos?

  
Nota publicada el 25 de septiembre de 2015
por Manuel Sánchez

Mientras comíamos nieve con frutas, ella me increpó “… pero en español tenemos nombre para todos los colores”. Me callé. Miré mi nieve con fresitas y luego apunté a un edificio de la calle:

“¿De qué color es ese edificio?”

“Es rojo.”

“No, no es rojo. Esto es rojo (y apunté a una fresa). Entonces ¿de qué color es el edificio?”

“Color ladrillo, es un tipo de rojo.”

“Pero ladrillo no es un color, es un objeto.”

“¿y eso importa?”

“Si, porque entonces no hay palabra exclusiva para nombrar esa experiencia.”

“Bueno, pero podemos nombrar “todos”… los siete colores básicos del arcoíris, a eso me refería”.

En parte, mi amiga tenía razón. El español cuenta con un set de nombres para los colores amplio, pero no todos son exclusivos. En realidad, es muy difícil que una lengua desarrolle nombres exclusivos para los colores ya que implicaría un gran esfuerzo de abstracción. Para inventar una palabra exclusiva debería de ser una experiencia colora común, repetitiva y fácilmente apresable para todos los miembros de la comunidad, sumado a que debería de carecer de un objeto concreto que sirva como referente. Y es que, lo más común es usar referentes en la realidad para nombrar los colores.

Si yo digo “es color melón” deseo que mi interlocutor recurra a su acervo de conocimiento sobre el melón, esperando que el prototipo de esa fruta que se le venga a la menta sea el mismo que el mío; y que ponga atención a la experiencia visual que tenga almacenada de ese melón, para recuperar el detalle del color. Aunque este proceso pareciera complicado, es mucho más sencillo que el otro proceso: la abstracción de un color prototípico.

Es lo que ocurre con el color “rojo”. En nuestras mentes es probable que tengamos ese color relacionado con un matiz específico; uno que nos permita diferenciar entre otros colores prototípicos. Es probable que si nos dan crayones con distintos matices de “rojo”, podamos ordenarlos entre el “más rojo” y el “menos rojo” con referencia al color prototípico. Pero esa diferencia está socialmente instalada a través del sistema simbólico por excelencia: el lenguaje. Esto puede parecer un poco perturbante, y no quiero discutir las posibilidades de que un vestido sea blanco y/o azul (luego, tal vez). Hablo de un proceso cognitivo y no de un fenómeno perceptual. Hablo del proceso básico de abstraer símbolos y crear lenguajes.

Para entender mejor esto, trasladémoslo al concepto de “casa”. Cada uno de mis lectores tendrá probablemente una idea muy particular de “casa”, pero si colocáramos todas esas “casas” juntas, podríamos ver que comparten ciertas características, por las cuales pueden ser nombradas precisamente con el sustantivo “casa”. Además de eso, podríamos crear una generalización de todas ellas y llegar a la “casa prototípica”. Esa “casa” no existe en la realidad, pero lo interesante es que esperamos que exista. Comparamos la realidad con el prototipo. En la mayoría, sino es que en todos los casos, el prototipo y la realidad no coinciden totalmente, pero esperamos que haya características mínimas, ciertas funciones que no deberían de faltar.

En lo que respecta al color rojo, lo que nombramos es un área del espectro visual (perceptual) que etiquetamos como “rojo”. Todos esos colores bajo la etiqueta de “rojo” son inherentemente distintos (distintas frecuencias del espectro de luz). Si queremos detalles del color, y nuestro lenguaje carece de ese detalle, es cuando usamos referentes precisos. Experiencias precisas de color, con objetos en la memoria o con referentes en el momento de habla. “Ese edificio es color ladrillo” o “Esa sudadera obviamente no es color turquesa, es color cerúleo” donde los dos nombres hacen referencia a un objeto de la realidad a partir de la memoria: una piedra en el primer caso y el cielo despejado en el segundo (cerúleo proviene de la raíz latina caelum ‘cielo’).

Pero, ¿“colores básicos”? Mi amiga insistía en que existían “siete colores básicos”. Imaginemos un lugar en donde nunca se ve lo que en español se conoce como “verde” considerado un color básico. Digamos, algo como en el ártico ¿ese color sería básico ahí? Bueno, ópticamente lo es. De hecho, nuestro aparato visual sólo capta tres frecuencias distintas: rojo, verde y azul (RGB). Contra-intuitivamente, en las lenguas del mundo, si bien es común encontrar nombres exclusivos para “rojo”, no es tan común la diferencia entre verde y azul.

Tener distintos nombres para los colores en una lengua, o que esta carezca de nombres para ciertos colores y que en otra abundan, fue interpretado de una manera “curiosa” por algunos pensadores del siglo pasado. Sostenían que, si una lengua no tenía nombre para “azul”, por ejemplo, entonces los hablantes carecían de la capacidad para percibir el color. Esto ya lo había tratado en otra columna, así que resumiré la conclusión de esa discusión: noup.

De hecho, los lenguajes son tan creativos (o permiten el flujo ininterrumpido de la creatividad humana), que podríamos sólo tener dos nombres básicos para dos “abstracciones de color” y no importaría. La combinación de estos nombres con otras características (como claro, oscuro, etc) más la referencia a algún otro objeto en el momento de habla, produce una serie infinita de posibilidades para nombrar las experiencias coloras. No se necesitan palabras exclusivas para el color, y la carencia de ellas no trunca nuestra experiencia.

En cuanto al problema con verde y azul, parece ser que esta diferencia es irrelevante en las lenguas del mundo, pero esto no significa que sea irrelevante en nuestra percepción. En los trabajos de los investigadores Brent Berlin y Paul Key en las lenguas del mundo, así como los trabajos específicos sobre el área mesoamericana de Robert E. MacLaury se identificó que hay una tendencia a nombrar, primero, la distinción entre claro y oscuro (blanco y negro), para después otorgar nombre exclusivo a la sección del espectro que abarcaría rojo-verde y otro término para la sección amarillo-azul. Al existir, digamos, un término exclusivo que nombre el “amarillo”, se ha colocado un término de contrapeso en el sistema, por lo que cualquier otra palabra podría abarcar el espectro de los otros tres colores, en un intento por nombrar lo “no-amarillo”.

Esos dos términos (amarillo y no-amarillo) y la escala “claro/oscuro” ya nos daría grupos de términos muy amplio.

¿Qué se necesita para que un lenguaje construya términos específicos? Tendríamos que considerar dos variables: el contexto social y natural.

Podríamos decir que es irrelevante tener una palabra exclusiva para azul y otra para verde, solo en función de un contexto natural determinado, en donde no hubiera objetos que inherentemente combinen esos dos colores y por lo tanto, no hay necesidad de decir que la fruta está más azul que verde, ya que azul y verde significan la misma cosa: inmaduro.

O también, podría ser que una lengua distinga esos dos colores sin tener un contexto natural que lo motive, pero si un contexto social: pintarse la cara de verde o azul podría estar asociado a un rango. Más allá de las intuiciones sobre cuáles serían los colores básicos y remitirnos a experiencias que deberían ser compartidas por todos los seres humanos —rojo, por la sangre, azul por el cielo y el agua o verde por las plantas— e incluso más allá de que esto empate con que nuestros ojos están adaptados para percibir esos colores, las lenguas del mundo dicen otra cosa.

La explicación plausible es que, una lengua finalmente es un instrumento de comunicación, se adapta a su cultura y a su contexto natural. Percibimos miles de estímulos, pero conceptualizamos unos cuantos y nombramos unos pocos; todo esto en función de su relevancia natural y social.

Entonces ¿Cuáles son los colores en las lenguas yumanas? Esto lo dejaré para la próxima columna.

Espectro visible de luz


Manuel Sánchez. Licenciado en Sociología y Ciencias de la Comunicación UABC. Maestro en Lingüística por la UNISON. manuel.wortens@gmail.com.
 
 

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