Ocurrió apenas la noche del sábado 23 de enero. Si apenas hace unos días pero parece como si ya hubieran pasados muchos meses. Eso parece.
Aquella noche pintaba para ser una más. Era fin de semana, poco después de las 22:00 horas y al interior de ese inmueble acondicionado y reconocido como palenque cientos de personas disfrutaban de las peleas de gallos.
Hasta ahí pintaba, pues, para ser noche más. Como muchas otras que en ese sitio y en esas condiciones ahí se sucedieron.
Lo que pasó después ya es de sobra conocido. De sobra conocido y de sobra comentado. Tan comentado que parece cosa muy remota. De mucho tiempo atrás.
La autoridad respondió al reclamo y presión ciudadana con la captura de un sujeto presuntamente involucrado en los hechos. Una captura que zanjó camino a la duda y a la especulación, como ocurre cuando la credibilidad se desmorona y se vuelve materia escasa.
Después de eso, ya nada. Nada de nada.
Como cosa juzgada. Tal como ha ocurrido en otros acontecimientos similares.
Como si la vida de cuatro personas, entre ellas dos menores, no fuera lo suficientemente valiosa como para empujar una investigación profunda y honesta.
De la sociedad ya muy poco, casi nada. Apenas el suceso cabe en una charla perdida, desbalagada. Condenada entonces a esas hojas a las que ya se les dio vuelta. Así parece.
La presencia y estragos de una tormenta cobró mayor relevancia. Los vientos que derribaron infraestructuras, anuncios y árboles se ubicaron por encima de aquel reclamo que demandaba esclarecer los hechos ocurridos al interior del palenque y castigar a los responsables.
Lo ocurrido aquella noche, que no fue una noche cualquiera, evidenció la impunidad en la que se mueve la delincuencia, desnudó la pasividad oficial para dar cumplimiento a la reglamentación que existe en cuestión de eventos masivos y espectáculos, y exhibió a una sociedad que empuja mucho y olvida pronto.
Y cuando se mezclan impunidad, pasividad y olvido, cualquier cosa puede ocurrir en una noche cualquiera. Como aquella del 23 de enero.