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Salvado por unos calcetines rotos

Recuerdo de aventura, parte 4

  
Nota publicada el 29 de junio de 2021
por Rafael González Bartrina

Guasave, 12 de abril de 1957. Justo íbamos llegando a Guasave y al pasar frente a lo que parecía una terminal de autobuses le pedí al conductor de la camioneta que me dejara bajar.

Entré a la pequeña terminal que al parecer era de una sola línea de autobuses. Me dirigí al área de los baños y después de hacer lo mío, procuré, lo más posible, acicalarme con agua porque no había jabón, así que solo pude rociarme agua y mojarme el pelo, peinarme con mis dedos y sacudir pantalones y camisa. El calor no me permitía ponerme la chamarra así, que mientras pensaba que hacer con ella, la hice morralito y la colgué de mi hombro.

Continúe mi travesía sin destino definitivo. Ya a la salida hacia el norte en Los Mochis, aun en Sinaloa, un par de lo que después supe eran agentes de viaje de algún laboratorio de medicinas, aceptaron llevarme a la siguiente ciudad. La plática fue de todos tenores, ellos hablaban de negocios, de deportes, de las noticias del día. Al cabo de un buen rato me toco a mi contestar preguntas sobre mí… lo de siempre, de donde, a donde, quien era, que hacía. Yo pensaba que no era buena idea dar datos específicos sobre mi porque en una aventura como la mía, había que esconder mucho de mi identidad, de mi razón de andar fuera de casa, en fin, me sentía como un agente de espionaje que viajaba de incognito.

Nos detuvimos un par de veces para tomar algún refresco y comer alguna cosa en algún puesto al lado de la carretera.

Uno de los agentes, el que conducía, lo note más interesado en conocer detalles de mi aventura. Sabían que no llevaba ya ningún dinero, sin cambio de ropa, mi apariencia era, sin duda, para dar lastima. Y así, pronto sentí que había caído en buenas manos, Se habló de que, al llegar a Navojoa, ya en Sonora, ellos me ayudarían a atender mi persona, una buena comida. Yo complacido con las nuevas amistades iba satisfecho y veía que había gente buena en todas partes. De hecho, increíble, me mencionaron que había posibilidades de que yo pudiera trabajar con ellos y así poder satisfacer mis más urgentes necesidades. El panorama se veía y se sentía positivos para mí.

Llegamos a la ciudad, y nos detuvimos en el centro en un hotel de un par de pisos de altura y mi amigo, el conductor me dijo que ahí pasarían la noche y que si yo quería podía quedarme y aprovechar para tomar un baño. La idea me pareció buena y así, subimos al segundo piso y cada uno de ellos tomo un cuarto. Mi amable amigo me indico que ahí podía descansar y me indico que si quería pasar a darme un baño. Al cerrar la puerta del baño empecé a desnudarme y al darme cuenta de que mis calcetines, ambos, se encontraban bien rotos, los talones habían desaparecido, unos hoyos en cada uno dejaban ver mis tobillos mugrosos. Me entro una especie de pánico, de vergüenza y más.

Me vestí rápidamente y salí del baño. Mi acompañante estaba sentado en la cama leyendo alguna cosa. Nervioso y tartamudeando le conté no se qué historia, de que mi mama me estaba esperando y que mejor quería seguir adelante. Agradeciéndole su ayuda, salí y baje las escaleras de uno, dos y tres escalones a la vez. Al llegar a la calle, corrí sin rumbo fijo. Mucha vergüenza era la que sentía.

Mucho tiempo después llegué a comprender el verdadero peligro en el que estuve. Nuevamente mi ingenuidad. Falta de malicia. De alguna forma que no entiendo, nunca paso por mi mente que estaba siendo envuelto en una telaraña.

No sentí ni alivio ni temor.

Camine sin rumbo tratando de orientarme.

Había un movimiento de personas, todos hombres… campesinos, pensé. Aunque vestidos con modestia, se veía limpios, cada uno cargaba una petaquita o bulto, me imagine, con sus cosas personales. Me llamo la atención que la mayoría usaba huaraches y sombrero de palma. Hice plática con uno de estos hombres casi al caer la tarde, nos acompañamos por un buen trecho y me decía que todos a los que veía iban para Empalme, un pueblo en las afueras de Guaymas. Me dijo que ahí se embarcarían para Estados Unidos, que eran “braceros” y que ahí en Navojoa había un galerón donde les permitían pasar la noche. El lugar era un edificio como almacén y tenía un fuerte olor a semillas. Había catres de algo como ixtle. Había agua limpia para tomar y también había café. Yo busque un catre vacío y me acomode en él. Aunque había algo de barullo, por la plática y los ruidos de gente llegando. Yo cerré mis ojos y me quedé dormido mientras fingía que dormía.

En la siguiente entrega contaré lo que aprendí del movimiento bracero. Esa noche, pensaba, me haría bracero y así podría iniciar mi nueva vida.

Rafael González Bartrina. Rafael González y Bartrina. Miembro del Seminario de Historia de Baja California y del Consejo de Administración del Museo de Historia de Ensenada A. C. rafaelgonzalezbartrina@gmail.com
 
 

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