Esta semana presentamos a ustedes un relato escrito por Oscar Villarino Ruiz, miembro del Seminario de Historia de Baja California. Oscar nos comparte la forma en que su familia distribuía su estancia entre Ensenada y el rancho Perla Blanca, a mediados de los sesentas. El texto es una excelente aproximación a lo vivido por muchas familias cuyo hogar se encontraba en el sur, lejos de nuestra cabecera municipal.
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Acercándose el verano y estando por finalizar el año escolar, nuestra salida al Rancho Peña Blanca era inminente. En la ciudad no teníamos casa propia y se rentaba una por el periodo escolar de septiembre a junio.
Así que salíamos con todo al rancho: camas, mesas, sillas, estufa, platos, ollas, cobijas, colchones, ropa, juguetes y libros. Tardábamos los primeros días en acomodarnos.
Dejábamos Ensenada por dos y medio meses y regresábamos con todo del rancho a finales de agosto, poco antes de entrar a clases. Esto se repitió de 1963 a 1967. Se rentaba una casa nueva cada año, a veces en otra colonia, con otros amigos y nuevas distancias a la escuela: la Concepción Legaspy, Matías Gómez y la Migoni.
De esta manera llegamos a vivir en la colonia Aviación, la Bustamante, en la Hidalgo (en 3 casas diferentes), la Maestros y la Obrera. En 1967 no se pudo rentar y 6 de los 7 hermanos fuimos a dar con diferentes tíos y escuelas. Fue un año malo, dura la separación pero no dejamos de estudiar. Nos reunimos en navidad y en semana santa, mi Mama sufría y nosotros también y para el verano de 1968 ya no fuimos al rancho, nos tocó ver las olimpiadas en una tele de mueble donde las figuras humanas se alargaban cuando se calentaban los bulbos.
A pesar de las dificultades de ir y regresar con todo del rancho, los veranos que allá vivimos fueron inolvidables. No había ruidos, acompañados de la orquesta del silencio, interrumpidos por el canto de un gallo novato, que nos despertaba mas la risa que provocaba su famélico canto, burla que pagaríamos años más tarde cuando se nos vino el cambio de voz. Sonidos de gallinas, vacas, grillos, pájaros y coyotes, estos últimos, con una intensa relación con el ranchero bajacaliforniano y motivo de muchas de sus pláticas.
En el rancho se escuchaba mucho la radio: Radio Bahía y las noticias con Lamberto Astorga; a Martin Becerra en radio 95 de Los Ángeles; La Tremenda Corte y las radionovelas como Chucho El Roto, Kaliman y El Ojo de Vidrio. Por las tardes, Don Goyo sintonizaba su radio de cinco bandas para oír la W de México, Radio Habana, la BBC de Londres en su trasmisión en español. Por las noches escuchábamos Radio Cañón de Ciudad Juárez, cuyos saludos que mandaba eran cañonazos. En la madrugada, de Los Ángeles California escuchábamos el programa de los Laboratorios Mayo, cuya dirección aun recuerdo PO BOX 56.
Jugábamos a los carritos, ranchitos, canicas, trompos, papalotes y bicicletas. Por las noches: lotería, serpientes y escaleras, dominó, ajedrez, el de las canicas y hacíamos teatro y cinito usando una lámpara y una sabana a través de la puerta de un cuarto a otro.
La lectura siempre fue una gran compañía: de puras letritas, los clásicos, Julio Verne, Víctor Hugo, etc. Hasta Marcial Lafuente Estefanía. Los comics del pato Donald, el Llanero Solitario, Gene Autry, Roy Rogers, Hopalong Cassidy, Superman, Lagrimas y Risas, Memin Pinguin, la Familia Burron, libro vaquero que puntualmente nos surtían los Cuates Verduzco. Después de la comida llegaba la hora de la lectura, recostados en la cama o bajo las moras, por las noches no podíamos leer por ahorrar el petróleo de las lámparas.
Ayudábamos en la limpieza de patios para alejar a las víboras; la pizca de frijol muy de mañana; cultivo de maíz, calabazas, sandias; regar árboles frutales; ir por las chivas al cerro; recolectar huevos del gallinero; acompañar en silencio en la cacería de conejos y liebres; atrapar codornices; cortar leña para la estufa; echar petróleo a las lámparas; y llevar la comida hasta los campos donde andaba la trilladora. Estos fueron nuestros veranos felices en el rancho.