Conforme pasan los años los relatores de la historia van cambiando los datos y la perspectiva de los hechos ocurridos que forman parte de nuestro pasado, eso sucede con los narradores de Maximiliano I de México (Ferdinand Maximilian Joseph Marie von Habsburg-Lorraine), nacido en Viena el 6 de julio de 1832 y fusilado en Santiago de Querétaro, el 19 de junio de 1867. Fue el segundo Emperador de México.
Este relato se publicó en 1870, tres años después de su muerte.
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En 1895 Porfirio Díaz lo leyó y fue publicado en el Mundo Ilustrado, impreso en Puebla.
¨Los Valientes mueren en su puesto¨.
Si el crepúsculo es muy tétrico en los claustros, lo es más en los claustros convertidos en prisiones.
La tarde del 18 de junio de 1867 se esfumó en el polvo de oro del ocaso vistiendo de negras sombras el convento de las Capuchinas de Querétaro.
Allí un soñador de treinta años con la cutis blanca y transparente como el alabastro; los cabellos y la barba rubios como el resplandor de Apolo y los ojos azules como el Danubio, esperaba la mañana siguiente para subir al cadalso.
Era un Germano de sangre noble; un poeta que había ensayado en la lira de sus quimeras la estrofa de un imperio, un marino que después de recorrer el mundo forjando ilusiones y estudiando obras de arte, naufragaba en el océano sin fondo de la política mexicana.
Maximiliano Emperador de México, escribiría esa tarde sus últimas cartas y dejaba correr por sus mejillas pensando en su amada Carlota a quien creía muerta, sus últimas lágrimas.
Al escribir unas cuantas líneas a su anciana madre sollozo tristemente y volvió los ojos a un muro, atravesando con su mirada millares de leguas hasta clavarlas en el hogar lejano, tranquilo donde nadie adivinaba las torturas del infeliz hijo, ya sin corona como rey y ya sin esperanza como reo.
“¡Oh Madre, madre mía!; Tu Maximiliano te envía su alma en un suspiro.
Perdóname, bendíceme, reza por mí empapando tus oraciones en tus lágrimas. Carlota y yo te esperamos en el cielo”.
Maximiliano cerró su carta postrera, se compuso la barba, se levantó de la tosca silla de que se disponía en su celda, llamó a sus compañeros de infortunio, a Miramón y a Mejía.
Pronto aparecieron los dos leales entre los leales y Maximiliano le dio a Miramón, a aquel Miramón que a los 28 años había sido Presidente de la República y a quien los soldados amaban por valiente, con un fanatismo y una fe que aún no han logrado apagarse después de 4 años de tumba.
-Miguel, nuestra muerte va ser un trasunto del Calvario.
¿Por qué señor?
-Porque seremos tres ajusticiados sobre un cerro.
-Es cierto, pero Vuestra Majestad irá en medio y ocupara el lugar de Cristo
-Infeliz del que vaya a su izquierda.- El del mal ladrón es inaceptable.
-No ocupareis ese puesto nunca.
-¿Seré yo quien lo ocupe? Pregunto humildemente Mejía.
-Los valientes mueren en sus puestos, repuso sentenciosamente el atribulado monarca.
A la siguiente mañana todo el ejército republicano todo el pueblo de Querétaro presenciaba la ejecución de los reos.
Al subir estos al lugar destinado, Maximiliano habló algo a sus compañeros y al formarse en fila Miramón ocupó el centro, Mejía la derecha y Maximiliano la izquierda.
Y hay quien diga que en la mirada de los generales mexicanos dirigida como último adiós a su monarca, irradió una profunda expresión de ternura dulce, sincera, inmensa como la gratitud de los que se sienten estimados y comprendidos.
¨ Los valientes mueren en su puesto”.