En 1705, el químico francés Olivier Serrés descubre que el betabel (Beta vulgaris), de origen silvestre contenía sacarosa. Hasta ese momento, esta planta se utilizaba desde tiempos antiguos en mayor medida, como forraje para el ganado. Este descubrimiento no se tomó en consideración hasta que en 1745 Federico el Grande de Prusia, a fin de no estar obligado a depender de las importaciones de azúcar de caña, ordenó a los más famosos químicos de su reino que investigasen la forma de obtener sacarosa a partir de diferentes frutos. Dos años más tarde, Andreas Margraff, un farmacéutico de Berlín, logró extraer un 6,2 por ciento de azúcar de la variedad de remolacha blanca y un 4,5 por ciento de la roja. El asunto se olvidó porque, tras la Paz de Aquisgrán (1748), los ingleses inundaron el mercado de azúcar de caña a precios muy baratos.
Las guerras anglo-francesas y el bloqueo continental de principios del siglo XIX hicieron que el gran estratega de la Era Moderna, Napoleón Bonaparte, impulsara de nuevo el cultivo y extracción de azúcar del betabel. Las colonias se habían convertido en los principales productores mundiales de azúcar y la lucha por su independencia de la metrópoli amenazaba el abastecimiento de Europa, además, impulsó un Decreto por el que se creaban cinco fábricas azucareras. Con estas medidas, aseguraba el abastecimiento alternativo de azúcar en tiempos de guerra y conflicto.
El azúcar es una substancia cristalina que se caracteriza por su sabor dulce. El azúcar más comúnmente usado en los alimentos es la sacarosa, que se obtiene tanto de la caña de azúcar como del betabel. Alrededor del 70 por ciento del azúcar que se produce en el mundo proviene de la caña de azúcar, el restante 30 por ciento proviene del betabel.
Independiente de su dulce sabor, el betabel es una raíz muy aconsejable en casos de anemia, enfermedades de la sangre y como reductor de la hipertensión arterial, debido a su alto contenido en hierro, azúcares, potasio y vitaminas C y B.