Hace un tiempo, mirando al mundo pasar desde mi ventana, me llamó la atención un muchacho de unos 6 o 7 años que vive cerca de mi casa. En mi colonia no hay niños sólo unos cuantos jóvenes. La mayoría de las familias son matrimonios jóvenes, muchos de ellos con carreras profesionales en los diversos centros educativos y de investigación en esta parte del noroeste de Ensenada. Al contemplar a este jovencito me llamó la atención que traía un trozo de madera, no muy grande, posiblemente, algún sobrante de construcción, con el que se entretenía. Ya era una espada, ya era un avión, ya era algo que sólo él sabía que era.
Seguí con auténtica curiosidad sus movimientos queriendo adivinar sus pensamientos. De pronto mis pensamientos me llevaron a mi infancia. Fines de 1940s, principios de 1950s, y con nostalgia recordé los largos ratos de “juegos de imaginación” que teníamos. No contábamos con muchos juguetes “naturales” pero si teníamos nuestros propios juguetes. No eran juguetes de aparador de tienda, no eran juguetes de elaborado y complicado funcionamiento. Usábamos lo que encontrábamos y con ello, creábamos una escena de piratas o de exploradores de selva. Usábamos la vasta imaginación en un constante concurso de creatividad. Las limitaciones económicas eran sustituidas con la riqueza del pensamiento.
Tuvimos que desarrollar habilidades especiales para poder disfrutar el máximo de nuestros juegos. Por ejemplo, a principios de año, por los meses de febrero y marzo, fuertes vientos nos hacían saber que era la “época del papalote”. Había una tienda de don Gabriel Ayub, “El Cresito” por la avenida Juárez en el centro de Ensenada. Tenía de venta papalotes con un costo de $ 1.25 moneda nacional. Sin embargo, muchos optábamos por hacer nuestros propios papalotes. Para lo cual había que cortar carrizos que crecían en las barrancas donde está hoy el Teatro de la Ciudad. Cuidadosamente se hacían varitas de diversos tamaños para formar “el cuerpo”,con una cruz que servía de columna vertebral y de alas.. Se utilizaba “pita” o hilo de algodón, que lo encontrábamos en los sacos de harina. En la tienda de Adolfina Pérez de Hernández, “el Regalo” o a la de Adelita Pérez “La barca de Oro”, buscábamos papel de china sobrante, si no encontrábamos ese material teníamos que recurrir al papel periódico.
La pegadura la hacíamos con engrudo, (harina con agua), no faltaba tener que hacer la cola, utilizando alguna media o retazos de tela. El hilo, mayormente era de esos mismos costales de harina que pacientemente y con increíble habilidad anudábamos cada tramo en unos pequeñitos nudos que no afectaran el vuelo aerodinámico de nuestra creación. Era muy importante que fueran esos nudos, casi imperceptibles, ya que cuando el cometa estaba en lo más alto había que mandar “telegramas”, pedazos de papel que si lográramos que ascendiera hasta llegar a lo más alto del hilo nos llenábamos de satisfacción.
Después de llegada la primavera y cuando los vientos aminoraban, se terminaba la “época del papalote” y seguía, ya fueran las canicas, y fuera el trompo, ya fuera el balero. Llegaba el verano y había que habilitar nuestras bicicletas. Contando con los desechos de algunas bicicletas que ya habían pasado a mejor vida, aprendimos a reparar nuestros tesoros.
Estas actividades creativas y de adaptación nos permitieron gozar de una infancia que nos mantuvo ocupados, contentos y saludables.
Mi pequeño vecino, dejó su tabla y se alejó de la vista de mi ventana. No sé qué tanto haya disfrutado de su juego. Yo si disfrute al verlo y al recrear mis momentos de “ocio” de mi infancia.