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Entre el romance y la blasfemia.

Recuerdos de infancia en Ensenada

  
Nota publicada el 25 de septiembre de 2014
por Rafael González Bartrina

Para continuar con mis reminiscencias escolares, invito a mis lectores a transportarnos al verano de 1953. Yo no había cumplido los 10 años de edad, vivía en la parte oriente de la colonia Obrera o Fraccionamiento Granados. Mis terrenos de juego, exploración, escondite, cacería, etc. eran los “barrancos” donde hoy se encuentran la clínica número 8 del Seguro Social, el Teatro de la Ciudad, etc.

Sin embargo en ese verano el “progreso” nos afectó directamente. Había un motel abandonado cuya entrada estaba por la calle primera entre las avenidas Granada y Soto. El tamaño del terreno era muy considerable y dado su abandono, siempre estaba lleno de hierbas, perfectas para el escondite o para la creación de escenarios imaginarios de los más variados tipos. El largo edificio nos había proporcionado un campo ideal para dejar correr la imaginación y adaptar el “set” para multitud de juegos y actividades.

Ese verano llegó lleno de actividad. Un grupo de trabajadores, febrilmente laboraban en multitud de facetas. Limpiaron el terreno de hierbas y desechos, dejando una inmaculada “cama” de arena, limpia y seca y carente de factores imaginativos. El edificio fue remozado los escombros y basura fueron retirados y al cabo de unas semanas se convirtió en un edificio completo con puertas y ventanas, pintado de color claro. En la calle Primera se erigió una barda con puerta de entrada para peatones y otra para vehículos.

Supimos entonces que era una futura escuela primaria. El Colegio Ensenada. Quedaba a menos de 1 cuadra de mi casa, por lo que lógicamente, se presentó como una opción innegable para mi inscripción para el sexto año.

Mis estudios desde primer año los había hecho en la escuela Matías Gomes y, solo al principio del nuevo año, en el nuevo colegio, me di cuenta de los amigos que había “perdido”. Por primera vez realice y sentí una sensación de desubicación. Situación que se prolongó por tres o cuatro días.

Supimos los alumnos, que no solo éramos nosotros los nuevos ahí, algunos de los profesores también eran nuevos en Ensenada. Quisiera poder recordar los nombres de todos ellos pero el humo del tiempo ha empañado mucho en mi memoria. El director era don Luis Gutierrez de recio carácter y afable en trato. Mi primer profesor fue el sr. (¿Edmundo o Eduardo?) Hirales a quien llegué a estimar. No terminó el año con nosotros.

En las vacaciones de navidad, al regresar fue substituido por el profesor Jesús López Gastelum. En el salón vecino, de quinto año, estaba el profesor José Luis Domínguez. En un paseo que hicimos a “las Animas” conocimos a la esposa del profesor Hirales.

Como anécdota curiosa debo de referirme a mi papel de “cupido”. Entre mis compañeros de salón estaban los hermanos Humberto y Heberto Peterson con quien inicie una amistad que perdura 60 años después. Había un grupo de muchachas cuyos nombres, en su mayoría no recuerdo. Una de ellas “Antoniete” como la llamábamos en ese entonces era hija de un militar de alto grado del Cipres y quien tenía terminantemente prohibido hacer amistad con estudiantes del sexo opuesto.

Heberto y Antoniete cruzaron miradas e intercambiaron sonrisas. Prontamente el impedimento de poder hacer amistad produjo un interés más profundo. Heberto decidió comunicarse con ella vía mensaje escrito, para lo cual ponía sus pensamientos en un trozo de papel y me pedía que se lo hiciera llegar a ella. Yo, tampoco me atrevía a establecer contacto personal por lo que optamos, que le entregara el papelito a una de sus amigas, María del Carmen (¿Castro?) y así lo hicimos. La respuesta a los mensajes era en de la misma forma, Carmen me entregaba el mensaje y yo se lo hacía llegar a Heberto. Ya Heberto ha escrito detalladamente del romance que ahí surgió y que eventualmente culmino con su matrimonio con Antonia.

En otra anécdota del mismo año, ya en diciembre, unos días antes de salir de vacaciones de navidad, el profesor Hirales nos pidió que hiciéramos un escrito sobre lo que, para nosotros, significaban las fiestas de navidad. Yo no recuerdo mucho de mi escrito. Lo que si esta en mi memoria es que el día que entregamos nuestros trabajos fuimos requeridos a leerlos individualmente ante la clase. Yo, ese año, a la tierna edad de 10 años, había por fin descubierto el origen de los regalos que aparecían en el nacimiento de mi casa en la mañana del 25 de diciembre y en la mañana del 6 de enero.

Cuando llegó mi turno, leí mi composición y me prepare al describir “el secreto” recién descubierto y quizás pensando en el impacto que este tendría en mis compañeros, que tal vez, no sabían el verdadero origen de los regalos navideños, mencione una frase muy a la Diego Rivera: “El niño Dios, no existe”. Hasta ahí llego mi lectura. No pude terminar mi explicación lógica sobre mi descubrimiento. Fui abucheado por mis compañeros, fui reprimido por mi profesor y mal, terriblemente mal calificado. Ahí debería de haber aprendido a guardar secretos. Afortunadamente mi experiencia no tuvo consecuencias negativas. Ya para enero al regresar a clases la vida continuó, como antes. Con nostalgia y alegría vuelvo la vista del recuerdo a los años de inocencia e ingenuidad.

Rafael González Bartrina. Rafael González y Bartrina. Miembro del Seminario de Historia de Baja California y del Consejo de Administración del Museo de Historia de Ensenada A. C. rafaelgonzalezbartrina@gmail.com
 
 

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