Podemos decir, con mucha seguridad, que en todas las lenguas del mundo hay palabras distintas para los verbos
matar y
morir. Cada uno de estos conceptos encierra cierto significado que, intuimos, es distinto.
Matar denota a “alguien que mató a alguien”, mientras que morir es algo así como “sucedió espontáneamente”.
En lingüística, el concepto que se utiliza para diferenciar estos dos verbos es que el primero es “transitivo”, o sea, un agente afecta a un paciente; y el segundo es “intranstivo” en donde no hay propiamente un paciente o un agente, aunque en este caso es obvio que hay un afectado.
Hay un tercer verbo que comparte significado con los dos verbos anteriores: asesinar. La diferencia entre matar y asesinar es que este último parece significar que el que cometió la acción tiene mayor “responsabilidad” que el primero. Aunque los dos desencadenan el mismo efecto sobre el paciente, son transitivos, la lengua ha codificado la acción, no por su consecuencia sino por la cantidad de “voluntad” que tiene el que afecta al paciente.
Podemos utilizar indiscriminadamente cualquiera de estos dos verbos transitivos para comunicar la idea de que un X privó de la vida a un Y. Podemos hacerlo sin tener la intención de conferir mayor o menor responsabilidad al agente de esa acción. Sin embargo, la palabra asesinar es mucho más fuerte que la de matar. Y, por otro lado, un principio lingüístico nos dice que si una lengua tiene dos palabras para una misma cosa… bueno, en realidad no se referían a la misma cosa: los sinónimos perfectos no existen.
Habría que notar que la etimología de estos dos verbos proviene de lugares distintos. Asesinar viene del árabe y se refería a un grupo de personas especializadas en privar de la vida a quien se propusieran. Matar viene del latín vulgar y significaba sacrificar a un animal buscando el favor de los dioses. La etimología de esta última palabra no es clara, pero es suficiente para poder ver el peso que tiene una en comparación con la otra.
Tenemos un cuarto término, aunque preferiría decir, un cuarto elemento ya que sólo lo podemos ver adherido a otra palabra. Si leemos insecticida en una lata, sabemos que aquello que contiene la lata mata insectos. Si leemos fungicida, entonces matará hongos. Una primera pregunta en relación a esto sería: el contenido de la lata ¿se propone matar o asesinar?
Esa unidad que detectamos común en fungicida, perricida e insecticida es la terminación “-cida”.
La etimología de este elemento tiene relación con los significados de los verbos que mencioné anteriormente. Su origen es del latín, como el de matar, pero de otro verbo: caedo, que significa “cercenar”. Aunque estamos de acuerdo en que “cercenar” no significa “matar” (hay posibilidades de que algo salga vivo después de que se le cercene algo) para los hablantes de aquel latín antiguo sí había una relación directa con el acto de quitarle la vida a algo al cortarlo. Resulta, por su etimología, más responsable el que “cercena” a el que “sacrifica a los dioses”. No por nada la ruta que siguió la palabra en latín caedo terminó por significar “privar la vida”.
Pero no se le podría comparar con el verbo asesinar. Eso sigue estando en la cúspide de la responsabilidad. Ser asesino de hombres y ser homicida (o, etimológicamente, cercenador de hombres) aún está separado por una línea.
Si uno revisa las penas por asesinato o por homicidio se dará cuenta que por la primera hay mayor peso de la ley que por la segunda. Aunque en las dos hay privación de la vida, el asesinato implica, por concepto histórico “alevosía y ventaja”. Pero, la terminación “-cida” no está asociada a ello. Igualmente, no por nada en las leyes hay “grados” de homicidio –de responsabilidad en el acto de quitarle la vida a alguien más.
Por otro lado, en ningún lugar de nuestra etimología existe elemento (como la marca “-cida”) que signifique expresamente “el que mata a X porque es X”. No existe tal cosa en ninguna lengua del mundo. Un perricida podrá ser alguien que mata o asesina perros. Si uno comete el lamentable hecho de privar de la vida a un perro cuando conduce (por la razón que sea) podría llamársele “perricida” aunque, con la misma intuición líneas arribas, se podría decir que el término se usa más para alguien que comete tal acto varias veces –o que está orientado a cometerlo, sin llegar a ser un asesino. Sin embargo, “alguien que asesina perros porque son perros” es un concepto que no tiene palabra que concentre todo ese significado. La terminación “-cida” no codifica la razón por la que se mata o asesina, sólo el resultado.
Estos “juegos” del lenguaje tienen consecuencias a largo plazo. Las leyes están escritas a partir de una lengua y no se pueden prestar a grandes ambigüedades debido a la posibilidad de malinterpretarse y ser injustas. Se debe tener en cuenta que la lengua cambia y evoluciona, lo que en el pasado era un significado ahora se convierte, por uso, porque la lengua está viva, en otro. La ley escrita trata de congelar un poco esa mutación, pero sin duda es difícil. Lo peor es que en el proceso, saltan incoherencias con la realidad que nombramos.
Dejo sin tocar algunas otras palabras relacionadas al lamentable hecho de perder una vida (aunque me reservo comentarios del tipo Dr. Jon Osterman). Con esto, me parece, queda clara mi intención de expresar que la lengua, más que codificar el móvil de un acto, codifica el grado de responsabilidad o voluntad de un actor que afecta a alguien. Por cierto, las lenguas del mundo tienen mecanismos para hacer justo lo contrario: podemos pasar de decir “ese sujeto asesinó al perro” a “ese sujeto mató al perro” y terminar con “el perro se murió”. Nadie sabe quién fue, sólo “sucedió”.