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¿El sexo modifica nuestra percepción?

El género en las lenguas 2

  
Nota publicada el 24 de abril de 2015
por Manuel Sánchez

En la columna anterior concluía que el género es una forma de clasificación que usamos los seres humanos para ordenar el mundo. Los criterios para decidir que “mesabanco” es masculino y “puerta” es femenino son completamente arbitrarios. Sin embargo, el problema no termina sólo con sentenciar esto. La selección de que algo sea masculino o femenino parece tener repercusiones más allá de la lengua; al parecer, la selección del clasificador tiene algo que ver en la manera en que entendemos la realidad según los descubrimientos de la Dra. Borodotsky.

En alemán existen tres clasificadores de género: masculino, femenino y neutro. En español sólo existen clasificadores entre masculino y femenino. En inglés, no hay codificación de género. Lo curioso es que hay muchas cosas que nombramos en estas dos lenguas que tienen precisamente sexos contrarios. De los más controversiales están el que en alemán “luna” se dice der Mond. Ese “der” es el artículo masculino “el” en español, o sea, marca masculino para algo que nosotros marcamos como femenino. Por otro lado, “sol” en alemán se marca con el artículo femenino: die Sonne.

La doctora Lera Borodotsky de la Universidad de California en San Diego (UCSD) ha podido concluir, a partir del resultado de varios experimentos, que la gramática afecta en cierto grado la forma en que entendemos los objetos a nuestro alrededor. Los experimentos fueron realizados con hablantes de alemán y español precisamente.

Uno de los experimentos consistió en 24 tarjetas con imágenes sobre ciertos objetos. Se seleccionaron justo aquellos en donde el sexo era contrario entre el alemán y el español. Así pues, “sol”: die Sonne (femenino en alemán) y el sol (masculino en español), era candidato perfecto para el experimento y se dibujaba un “sol” en una tarjeta. Al final se contaban con doce tarjetas femeninas y doce masculinas. La operación era la siguiente: se pedía a los hablantes describir al objeto que veían con los primeros tres adjetivos que se les vinieran a la mente.

Los resultados reforzaron la idea de que la gramática (de género) influye en la forma en que la gente piensa sobre los objetos. Por ejemplo, en alemán la palabra “llave” es masculino, y en español es femenino. Los hablantes de alemán describieron el objeto como duro, pesado, metálico, serrado y útil mientras que los hablantes de español juzgaron que ese mismo objeto era dorado, complicado, pequeño, lindo, brillante y diminuto. Por otro lado, “puente” es femenino en alemán y masculino en español. Los hablantes de alemán lo definieron como algo bello, elegante, frágil, pacífico, bonito y fino, mientras que los hablantes de español dijeron que era algo grande, peligroso, largo, fuerte, robusto y imponente.

Uno podría decir que estos adjetivos también tienen algo de cultural, más allá de que el lenguaje tenga algo que ver aquí. El experimento no acabo ahí: después de tener los adjetivos, se ordenaron alfabéticamente y se pidió a hablantes de inglés (lengua en donde no existe distinción de género) que calificaran los adjetivos como masculinos (con un -1) o femeninos (con un +1). A este grupo de personas no se les dijo de dónde provenían estos adjetivos, no sabían de las palabras originales (puente, sol, llave, etc) y del experimento anterior en general.

Como era de esperarse, los hablantes de español y alemán generaron adjetivos que fueron juzgados por los angloparlantes como más masculinos para aquellos objetos que estaban clasificados como “masculinos” en sus respectivas lenguas. Es decir, “sol” tuvo adjetivos de hablantes de español que fueron juzgados por los hablantes de inglés como masculinos. Por otro lado, “puente”, que en alemán es masculino, tuvo adjetivos que fueron considerados masculinos por los hablantes de inglés.

Otro de los experimentos de la Dra. Borodotsky consistió en que a otro grupo de hablantes de alemán y de español se les enseñó un nombre propio asociado con un objeto. Por ejemplo, para “manzana” se les enseñó que sería nombrada como Patrick. Todo el ejercicio fue desarrollado en inglés, para que no hubiera interferencia del lenguaje, por lo que aparecía en las tarjetas era, por ejemplo, “apple”. Sólo en la mitad de los objetos había relación entre el género del nombre propio y el género gramatical del objeto. Así pues, “manzana” en alemán es masculino, por lo que el nombre “Patrick” tenía relación con su género, pero no para español. Por otro lado, “luna” era nombrada “Lily”: tenía concordancia con el género gramatical en español, pero no para alemán ya que “luna” en esta lengua es masculino.

El resultado fue que, al momento de pedir que se nombraran los objetos, aquellos en donde hubo concordancia entre género del nombre propio y género gramatical fueron más recordados que en aquellos casos en donde había conflicto. Lo contundente es que sucedió de manera inversa por la misma naturaleza de las formas de marcar género en ambas lenguas. No es que los objetos tuvieran un género intrínseco, sino sus respectivas lenguas daban cuenta de esta arbitrariedad. Otra revelación en este experimento fue que, cuando se realizó con hablantes de inglés, los resultados fueron iguales, es decir, la mitad fue correcta. No es que la lengua haya intervenido, sino que, al parecer, los objetos tienen un “género conceptual”, independientemente si la lengua marca género o no.

En una sentencia: los objetos tendrán género, independientemente si la lengua lo marca o no. Si lo marca, este género tenderá a ser coherente con lo que diga la lengua. Nuestra necesidad de clasificación va más allá de los recursos que tengamos disponibles en nuestras respectivas lenguas.

Desencadenado de estos experimentos, se extrajó otro dato interesante sobre la forma en que se clasifican objetos entre masculino y femenino. Los hablantes de español e inglés tendían a considerar los objetos naturales más femeninos, y los objetos artificiales (como una tostadora, o una lámpara) como más masculinos.

Una de las conclusiones de estos experimentos es que el ser humano echará mano de cualquier clasificador que tenga para ordenar la realidad. Sin embargo, cuando se tienen ciertas categorías preferenciales (cuando se le pregunta desde género, por ejemplo), el humano resaltará características del objeto para que encaje en esa categoría. Parece ser que clasificar es parte de nuestras necesidades básicas.

Manuel Sánchez. Licenciado en Sociología y Ciencias de la Comunicación UABC. Maestro en Lingüística por la UNISON. manuel.wortens@gmail.com.
 
 

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