El estudio de la comunicación humana es antiguo, tanto o más que los testimonios escritos. Este tema ha interesado debido al poder que evocan las palabras. Cómo, con una frase, de un solo hombre, se pueden ejecutar acciones que trasciendan generaciones. Persuadir, convencer, querer que el otro haga algo. Las palabras, las construcciones lingüísticas, acompañan al gesto y refuerzan una caricia o un golpe; a veces, los superan.
Al hombre le ha interesado ese poder. Hemos buscado el santo grial de la comunicación, la orden perfecta e ineludible, la petición completa, el mensaje sin posibilidades de ser malinterpretado. Hemos buscado las palabras mágicas que encantan a las masas, que buscan su razón, que despiertan sus emociones, o tal vez su curiosidad.
Era de temer quien conociera el lenguaje de Dios. Con él, se dominaba todo lo que existía, incluidos los individuos. El mito permanece, aunque podría objetárseme que sólo es una analogía: el lenguaje de la ciencia, las matemáticas, como La Forma de entender el universo.
Bien lo dijo Galileo Galilei, impresionado por su precisión: las matemáticas deben ser el lenguaje con el que Dios escribió el universo.
Aunque la búsqueda y reflexión sobre la comunicación y el lenguaje es antigua, poco se ha podido permear ese conocimiento a la mayoría de las personas. Se nos ha enseñado un español prescriptivo, para estar en sintonía con el lenguaje usado en la capital. Los libros a partir de los cuales se nos deja ver los distintos géneros literarios proceden, en un primer momento, de un solo lugar. Luego, cuando seamos mayores, podremos explorar otros géneros, pero, si por la escuela pública fuera, sólo veríamos lo recetado por los de allá.
El problema de esto es profundo ya que nuestra primera forma de aproximarnos al lenguaje no es la escritura. Escuchamos las primeras palabras, de nuestra familia, nuestros primeros amigos, en los primeros 3 años de vida en donde vamos entendiendo el sistema que nos ha tocado usar. Incluso, se ha propuesto que desde el vientre materno inicia la configuración de nuestros cerebros hacia la lengua materna.
El lenguaje hablado está por encima del lenguaje escrito. El lenguaje común está por encima de la norma Estatal (o Real). Los géneros literarios están supeditados por la tradición oral de contar historias. No obstante, la escritura permite una forma más fuerte de cohesión social. Se logra la transmisión más efectiva de conocimientos, más rápida en algunos casos. Ahí están, en las bibliotecas, libros de variados temas, de distintos siglos, de autores muertos, listos para que se les permita regresar a la vida y contar sus historias.
Y aun así, la gente sigue creyendo en las palabras mágicas, en las frases poderosas; ahora, en la ley. El conocimiento sobre el lenguaje es un mundo que implica tanto poder, tan escurridizo, tan antiguo pero también, tan reservado para unos cuantos.
Y es que, no a todos se les tenía permitido pronunciar algunas cosas, algunos temas. Conocer otras lenguas, lenguas prohibidas, era un riesgo pero también un acceso a una fuente de poder. No a todos se les tenía permitido leer ciertos libros. No todos tenían la misma capacidad de leer esas extrañas lenguas que contaban de hombres de medio oriente, o de fórmulas y números extraños. No todos tenían el dinero ni las relaciones públicas para acercarse a la instrucción de la lectura. ¿Cuántos tenían el gusto de leer esa enarbolada forma de escribir de los poetas? de dejarse apantallar por eso que el lenguaje (que ellos también usaban) podía llegar a ser.
Este lenguaje que yo uso ¿puede hacer poesía? ¿Puedo crear esos dibujos con estas palabras?
Si y no. No a todos se les está permitido, y las razones pueden ser fundamentadas a la perfección; de la misma manera, son perfectamente absurdas.
Una de esas razones la enunciaba Umberto Eco hace poco. Y es que ahora, el internet, le ha permitido a las masas manifestar su uso del lenguaje. Le da voz a cualquiera. Nos hemos dado cuenta que muchos usan el lenguaje de maneras interesantes, caprichosas, poéticas, informativas, etc. Nos hemos dado cuenta que el micrófono está abierto, que el papel y la pluma está al alcance de todos. Que no importa ci escrivo aci o si LO HAGO SIEMPRE ASÍ. Todos somos libres de escribir, de usar este instrumento.
Y aun así, la gente sigue creyendo en las palabras mágicas. En que todo lo escrito es igualmente válido. Que mi voz, mis palabras, pueden hacer eso que no comprendo pero que he visto que otros hacen. Yo también puedo hacerlo, ¿por qué no?
En medio del querer hacer se cuela la reflexión sobre lo que se está haciendo. Parece un trabalenguas.
Todos escriben, todos dicen, pero poco hay de reflexión. Déjese usted de que no haya reflexión sobre lo que uno llega a decir. Eso es común, pasa. Hablas sin conectar la cabeza con la boca y quién sabe qué escribiste en Facebook, pero te darás cuenta de las consecuencias mañana.
No, no hablo de la reflexión del propio ejercicio de comunicación. Hay poca reflexión sobre las “palabras mágicas” de los otros. Y esa es nuestra maldición en una época en donde todos tenemos capacidad de escribir y de decir. Entre la pelea de querer ser democrático, libres e independientes se le ha olvidado a alguien enseñar los criterios mínimos para consumir información, para leer.
Se nos ha enseñado sobre la poesía, la literatura, la palabra y la retórica, pero poco sobre sus alcances y consecuencias. Creemos que son temas reservados para los de humanidades, que no competen más que a una esfera de “intelectuales pseudocientíficos”.
Pero que perfecta forma de velar tanto poder.
Se nos ha enseñado poco sobre cómo degustar pero mucho sobre qué degustar. En algunos casos, como buenos rebeldes, queremos decirle no a las opciones, aunque no tengamos ni idea. No quiero leer ese periódico, no quiero escuchar a ese sujeto. Soy alternativo. Al final del día, nos dejamos atrapar por otros, que usan las mismas estrategias retóricas, montadas en nuestra incapacidad de leer entre-líneas.
Las ciencias de la comunicación y muchas disciplinas orientadas a la reflexión “sistematizada” sobre el lenguaje están sobre y sub valoradas. El conocimiento que logran, o es ensalzado a tal grado que es reservado para los cultos, o es deplorado por su poca cientificidad; es ese conocimiento el que permitiría comprender las palabras mágicas, desmantelarlas, evidenciarlas, saber quién las dice, para qué las dice, y cómo las dice.
Lo que se podría lograr es una serie de herramientas que permitan construir un mínimo de criterio para discernir cuándo estamos siendo persuadidos. Aunque llevamos milenios interesados en las palabras mágicas, poco se ha logrado para compartir la forma en que funcionan. La divulgación de un poco de ese conocimiento abonaría en nuestro criterio; en saber si las palabras mágicas, ya desnudadas, resultan ser lo que decían ser.