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Agustín Gutiérrez Manzano

El armero ensenadense

  
Nota publicada el 7 de abril de 2016
por Rafael González Bartrina

Recuerdos de un verano en tiempos de estudiante. Circa 1959.

La familia que yo conocí de Agustín Gutiérrez Manzano era don Gustavo, socio activista del servicio de pasajeros Rojo y Blanco (Las cariñosamente llamadas “burras”) y a la posteriormente en 1962, subjefe del Departamento de Transito de Ensenada en los tiempos de don Adolfo Ramírez Méndez y del bien recordado Roberto “Blobby” Salazar. Ellos tenían una hermana cuyo nombre escapa de mi memoria.

Agustín compartía con su hermana una casita de bloque de cemento, ambos de 40 o 50 años de edad, solteros y casi ermitaños. Dicha casita estaba ubicada en la esquina de la Calzada de las Águilas y, posiblemente Av. Jiménez, en la colonia Independencia. Estos recuerdos me llegan después de quizás 55 años, no sé, ya no hacen la memoria como en aquellos tiempos. Mi compañero de andanzas, Eduardo González Jiménez, y yo, conocimos a Agustín de manera fortuita. Uno de esos veranos de los años 50s conseguimos trabajo para dos agentes de la Limpiadura México, Roberto Urías Cabrera y Ambrosio “Bocho” ¿?, bien, Eduardo y yo éramos sus ayudantes, él de Roberto y yo del “Bocho”.

Recuero que Ambrosio, fuera, un tiempo después rey feo de carnaval, o quizás solo candidato, y posteriormente el primer oficial de control animal de Ensenada. Diariamente recorríamos Ensenada recogiendo o entregando ropa. Agustín era cliente y por lo mismo toque a su puerta una buena tarde.

En lugar de sala, su casa contaba con un cuarto lleno de cosas, armas, herramientas, un torno, un sinfín de aparatos a medio arreglar. Ausente el orden y la limpieza. Ese lugar de inmediato me subyugo. Me sentí transportado al cerebro de un inventor. Mi inquietud por saber cómo trabajaban las cosas ya me había ocasionado varias y frecuentes regañadas y castigos de parte de mi madre por, en mi intento de “reparar” la mayoría de los aparatos domésticos, que si bien, funcionaban, yo tenía el propósito de hacerlos funcionar, quizás mejor.

No pasaron muchos días cuando, Eduardo y yo, nos convertimos en cotidianos visitantes de Agustín.

Nuestro nuevo amigo nos acogió con una paternal disposición. De inmediato tuvimos y mantuvimos una relación de maestro-discípulos. Con gran paciencia nos instruyó en el manejo de sus herramientas. Aprendimos a usar el torno. Cortábamos, uníamos, pegábamos, desarmábamos, todo lo que caía en nuestras manos. Supimos no solo como está hecha una pistola, un rifle, una escopeta. Entendimos como funciona y como debe de manejarse. Hicimos, bajo su guía, una “pistola lapicero” calibre .22, lo mismo que un “cañón” calibre .38 con percutor de fulminante y pólvora negra. Mi hermano Vicente aún conserva un cazo de cobre puro que utilice para fundir los balines de plomo para dicho cañoncito. Arruinando irremediablemente el preciado cazo.

Uno de nuestros pasatiempos era armar carritos a escala. Con ayuda de Agustín y de sus herramientas, hacíamos los “rines” de aluminio, tubos de escape de acero inoxidable, etc. Estoy seguro que fuimos innovadores en ese pasatiempo.

Innumerables tardes que disfrutamos inmensamente oyendo las anécdotas y cuentos del casi chiflado de nuestro querido inventor Agustín. No había obstáculo para su creatividad. Lo vimos convertir una máquina de “Pinball” en un control para semáforos en una esquina irregular (Juárez, Reforma, y Cortes) que “alguien” le había encargado.

Los clientes de Agustín; policías, rancheros, cazadores, etc. acudían a toda hora del día a llevarle no solo sus armas a reparar. Llevaban sus frustraciones mecánicas y sabían que él les daría una solución, practica y barata. No había proyecto imposible de considerar. Sus conocimientos eran tales que parecía que Tomas Edison había tomado residencia en su personalidad.

Su forma de vida era cual la de ermitaño que prefería discutir en voz alta consigo mismo. Nunca, ni Eduardo ni yo, hicimos juicio sobre su manera “irregular” de actuar.

Pienso que fue, quizás tan solo un verano que lo frecuentamos. Salí de Ensenada a seguir mis estudios. Cuando regrese por una u otra razón no lo visite ya más. Años después supe que había muerto.

Para mí fue, y sigue siendo un personaje muy a la “Ensenada”, un gran maestro de la improvisación y de la creatividad. Si acaso de un estado mental incomprensible en su profundidad para muchos, para mí fue una luz que causo el despertar del ingenio y la inventiva.

Hoy dedico esta reseña a mi querido Agustín, el armero de Ensenada.

Rafael González Bartrina. Rafael González y Bartrina. Miembro del Seminario de Historia de Baja California y del Consejo de Administración del Museo de Historia de Ensenada A. C. rafaelgonzalezbartrina@gmail.com
 
 

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