Así la han visto muchos más. Muchos. Semidesnuda y arrastrando un montón de basura y una vida llena de tormentos, violaciones e indiferencias.

Así se le ve a la “Pichirila”.

Hurgando en los depósitos de la basura por restos de alimentos que le permitan por instinto subsistir y por las noches arrinconarse entre las paredes de edificios céntricos.

Es hosca y desconfiada. Y no podría ser de otra manera con tantas agresiones y vejaciones sufridas desde su infancia.

Parece el reflejo mismo del eterno sufrimiento.

“Tómale una foto y súbela a las redes para que se den cuenta de que el gobierno no hace nada por ayudarla”, me recomendó una persona.

Pero le respondí que no se me hacia justo que además de ignorada, la “Pichirila” fuera exhibida con el pretexto de mover las conciencias de quienes tienen la obligación de socorrerla.

Y es que no se trata de lucrar con su desgracia. Por supuesto que no. Se trata de que se le asista, de que se le atienda; de que se le extraiga de ese mundo de penurias en que está inmersa para internarla en un sitio donde reciba la atención médica y psiquiátrica que ocupa.

Hoy todavía podemos ver a esta mujer deambulando por la ciudad con su desgracia, con esa desgracia que lastima y que nos evidencia como una sociedad que camina rumbo a la insensibilidad y al desdén por el dolor ajeno.

No hay que esperar, entonces, a que la “Pichirila” se vuelva invisible para socorrerla. Ni a ella ni a otros muchos que también deambulan por nuestras calles arrastrando una vida llena de sufrimientos e indiferencias.