El pasado 8 de octubre de 2016 fue asesinada la joven transexualcuya fotografía aparece al inicio de esta nota. Su nombre era Itzel Castellanos. Lo ocurrido pasó en su casa en Comitán de Domínguez, Chiapas. Es el segundo asesinato a mujeres trans en un periodo menor de 10 días, dado que el 30 de septiembre fue asesinada Paola, sexoservidora radicada en la Ciudad de México.
Según fuentes noticiosas, en lo que va del 2016 en México ya se cuentan 20 mujeres trans asesinadas, mientras en el periodo entre 2008 y 2016 se suman 247 muertes de personas transexuales, siendo 2012 el año con más casos registrados, siendo un total de 49. En Letra S, se menciona que van 1310 personas de la diversidad asesinadas desde 2010.
La Comisión Internacional por los Derechos Humanos ha destacado la reducida esperanza de vida de las mujeres trans, ya que el 80% de ellas vive 35 años o menos, siendo la principal causa de muerte el asesinato.
México actualmente es el segundo país con más reportes de personas transexuales asesinadas en el mundo, después solamente de Brasil, y seguido en tercer lugar por Estados Unidos.
Es tristísimo porque casualmente vivimos en un país que ha firmado (al parecer sin previa lectura ni posterior seguimiento) 181 tratados internacionales de derechos humanos y no tenemos la garantía del más básico, pues acá se nos mata no solo por ser parte de una minoría sexual, sino también por pensar diferente, por tener una identidad o gustos distintos de los que deberíamos, por el mero hecho de ser mujeres, por ser sexoservidoras, por estar en las calles transitando, por tener un bien deseado por otra persona e incluso por capricho.
Estamos en un lugar y momento en el que la palabra “tolerancia” existe en muchos documentos y pocos hábitos. Se supone que este valor moral se trata de poder atestiguar la diferencia de otras personas sin que nos afecte, poder respetar sus vivencias, prácticas, ideas y opiniones así como las diferencias inherentes a la naturaleza humana tales como la religión, cultura, identidad, manera de ser, etc.
Sin embargo, cada vez es menos evidente la existencia de esta tolerancia, pues no únicamente existen cada vez más muertes, sino también mayor violencia en menor y mayor escala. Somos un poquito más políticamente correctos para nombrar características de las personas, pero no hemos logrado trasladar estas reflexiones a un cambio cultural que evite la dogmatización de la estructura social donde hay una mayoría superior, o incluso de las rutas de cambio.
Es decir, por ejemplo, que podemos evolucionar en términos para distinguir la amplia gama de colores que compone la diversidad sexual pero hay partes de la sociedad que siguen actuando bajo la filosofía de “mientras no se meta conmigo…” e incluso aunque no se metieran, existen quienes se sienten con el poder de decidir que están “bien” o “mal” o si deben morir o vivir.
El cambio no solo está en el lenguaje, que dicho sea de paso también necesita muchos ajustes, sobre todo cuando se habla de “hombres vestidos de mujer”, como se ha dicho en periódicos, siendo que puede no tratarse de esa situación y ya se lleva un camino andado en nombrar las situaciones, condiciones y características de las personas de manera correcta. Esto es un inicio.
Lo que sigue es que cada quien a su manera reflexione sobre lo que sucede cuando pensamos en identidades no-binarias, en si realmente sabemos de qué se trata, nos informemos y constantemente cuestionemos lo que pensamos. Si llegamos a conocer esta molestia, es más fácil tratar con eso en lugar de solo juzgar e intentar acabar con una diferencia que es parte de nuestra condición humana y que algo más, algo externo, nos ha enseñado a rechazar.
Si hacemos esto, avanzaremos en lo correspondiente a que una gran parte de las personas trans viven violencia durante buena parte de sus vidas, y esto empieza por el entorno familiar que luego las pone en un entorno social que las considera peligrosas sin saber realmente de qué se trata ser trans.