La liga no tarda en reventar. Y es que de sus extremos la están estirando con mucha fuerza, pero con escasa prudencia.
El pleito callejero entre el gobernador, Jaime Bonilla, y el alcalde de Tijuana, Arturo González, no terminará en buenos términos. Es obvio que no.
Su disputa llegó más lejos de las diferencias políticas para estacionarse en el complicado terreno personal. Ahí donde los agravios duelen, calan, lastiman. Ahí donde las ofensas alcanzan a la familia, a la integridad.
Ni en uno ni en otro ha prosperado la civilidad, la mesura; el tan llevado, traído y manoseado respeto.
La pelea se ha vuelto intensa, abierta, descarada. Saturada de ofensas y acusaciones. Y acusaciones muy graves.
El acusarse mutuamente de la muerte violenta de una persona, llevó las diferencias al límite de lo impensado.
A ese límite donde la sociedad se convierte en un público ya no solo expectante, sino temeroso.
A ese límite donde las interrogantes de agigantan: si quienes deben encausar los rumbos de la sociedad están en pugna, ¿que nos espera?
Pero si este pleito callejero ha llegado a una zona poco imaginable, es evidente que hay responsabilidad de quien políticamente está por encima del gobernador y el alcalde: el presidente.
Y es que si alguien debe imponer orden y mesura, es el jefe del ejecutivo federal. Y hasta ahora no lo ha hecho.
Las diferencias políticas se entienden, se aceptan, son válidas, y más con un proceso electoral en puerta.
Que Bonilla y González empujen proyectos distintos a nadie sorprende.
Pero los señalamientos que se han salido de esa esfera si preocupan. Si abren dudas y generan sospechas.
¿En manos de quién estamos?,
¿Hasta donde llevarán sus diferencias?
Son preguntas que seguro giran en la mente de miles de bajacalifornianos.
Por lo pronto la confronta sigue, se alimenta y fortalece. ¿Hasta dónde llegará?