En mi entrega anterior les relaté el incendio a bordo de un camión tipo Pick-up en el que viajábamos tres personas, en ruta a Hermosillo, Sonora, donde uno de los pasajeros llevaba la carga del mineral conocido como ore, que contiene plata.
Según conclusiones del chofer y dueño del vehículo, que fue contratado para llevar de flete el mineral, el incendio se generó por alguna de las colillas de cigarro que sin cuidado tiraba por la ventana y que seguramente cayó entre los costales, que eran de algo así como yute.
El fuego rápidamente se extendió a toda la parte de carga y a la cabina. Entre la carga se encontraban dos tambos de 200 litros que usaban para transportar gasolina para al regreso del viaje, después de llevar a ensayar el mineral y venderlo en Hermosillo.
Con mucho arrojo y quizás irresponsabilidad, entre el conductor y el minero temerariamente lograron bajar los dos tambos. De hecho, al sacar el segundo, y arrojarlo por la borda del camioncito, explotó el tapón y salieron los gases de los residuos, produciendo una llamarada que me hizo recordar las películas de guerra, cuando los soldados usaban un lanzallamas. Fue algo terriblemente impresionante.
Al cabo de más de una hora el fuego disminuyó y el humo se aminoró también. El tráfico en ambos sentidos había sido suspendido, cuando los vehículos que transitaban en ese momento se dieron cuenta del incendio. Cuando las llamas se redujeron a casi nada, un camión de carga de esos grandes logró empujar al vehículo incendiado y hacerlo a un lado de la carretera, con lo que se abrió un carril para el paso, el otro estaba lleno de objetos que habían caído, desprendidos del camioncito. Entre estos estaba la chamarra que había yo hecho un morralito. Todo eran cenizas.
Aquí la aventura tomó un sesgo inimaginable. La persona a la que llamo el minero me agradeció lo que había ayudado (¿?) y mientras nos quedamos a esperar que viniera otro vehículo de Hermosillo a recoger lo que se pudiera recuperar del mineral, iniciamos la plática y a su pregunta sobre qué haría yo, al notar mi indecisión y ver mi interés por la minería me ofreció ayuda en forma de trabajo, donde estaban las minas. Según me dijo, era en la sierra de Sonora. Él dijo que vivía con su familia en Nuri, Sonora. Al no tener ningún otro plan, acepté gustoso.
De ahí en adelante, no hubo necesidad mas de viajar de raite o aventón. Compró para mi un cambio de ropa, comimos y nos hospedamos en un hotel a la entrada de Hermosillo.
Llevamos lo que se había rescatado del mineral y después de ensayarlo lo entregó en venta a un negocio que se encargaba de exportarlo a Estados Unidos.
Un par de días después, viajamos de regreso a Esperanza, (cerca de Ciudad Obregón) donde iniciaba el camino para la sierra. Recuerdo que pasamos por un presa, muy grande. El camino de terracería en regular estado, entre brinco y brinco y mucho polvo nos llevó, al cabo de varias horas hasta que llegamos al poblado de Nuri. Era un poblado no muy grande, con iglesia, oficina de gobierno y placita.
Cuando llegamos era de noche así que me dieron un catre en uno de los pasillos de la casa y ahí dormí.
Al día siguiente conocí a un hijo de el Minero, al que le decían Chichí, era un poco mas chico, de edad y estatura. Inmediatamente me invitó a que lo acompañara a traer agua. Teníamos que ir al río que corría por las afueras del poblado. Llevábamos dos burros. Cada burro llevaba unas como bolsas hechas de manta que colgaban a los lados. Las bestias se encaminaron (seguramente por la costumbre) y nosotros los seguíamos de cerca. Al llegar al río ví con asombro que había una veintena de burros y la gente usaba ollas o botes para coger el agua y llenar las bolsas, creo que Chichí las llamaba botas y así, luego de llenar las nuestras emprendimos el camino regreso a la casa.
En Nuri pasé como 12 o 15 días. Ese tiempo y gracias a Chichí, conocí un mundo que no me imaginaba. Llevar agua o leña con los burros. Arrear ganado que pastaba libremente y llevarlo a un corral que había en el terreno atrás de la casa. La esposa de Minero hizo una galletas y me las dió en una canasta para que las fuera a vender. Vendí unas cuantas y me comí dos. Luego recibí una clase de honestidad y responsabilidad. Siguiendo el consejo de Chichí, fuimos a la oficina de correos y en un sobre que llevaba pusimos un pedazo mal cortado de papel que usaban para envolver carne y en el cual escribí: “Tío, estoy bien. Perdóname. Manda ropa y dinero. Rafael”
Así pasaron los días y yo conociendo las labores de campo, aprendiendo una vida que no sabía existía.
Muchas anécdotas que viví en esos días. El jefe de la oficina de gobierno era el profesor de la escuela. Estaban preparando una obra para presentarla en la placita. Fui invitado a ensayar con el grupo. Mi parte, en su momento era al aparecer en escena gritando “Yupi, yapa, dice el animal que se cae al agua y nomás la cabeza saca” no estuve para la presentación. También serví de testigo cuando llevaron a registrar a un niño, yo firmé con mi alias, según yo, para no ser reconocido, Rafael Martínez.
Platicando con el Profe, le decía que me di cuenta de que en el pueblo las calles no tenían nombre y le propuse un plan para darles uno a cada calle. Un plan más que no se concretó ya que me tuve que ir de Nuri.
En fin, ahí estuve hasta que me mandaron en un camión que llevaba suministros y comida para donde estaban las minas. Ya en mi próxima entrega les relataré, amables lectores, mis andanzas como ayudante de minero a los 13 años, cuando escapé de casa de mi tio Juan Manuel Bartrina, en abril de 1957.