A lo largo de los años tuve como todo estudiante maestros, buenos, malos, mediocres, barcos, inútiles, brillantes, divertidos, tiernos, abusivos, groseros y excelentes.
Algunos lograron dejar en mí una huella indeleble, porque tuvieron la paciencia de atender mis dudas, de enseñarme y sobre todo de explicarme él porque de algún tema.
Otros me marcaron a la mala, su recuerdo aún me resulta desagradable, porque sé que su actitud no era la de un maestro sino la de alguien que no tenía vocación para enseñarle a nadie.
Tuve todo tipo de maestros, monjas en el colegio donde estudie, una de ellas “La madre Guadalupe” de quien recuerdo una actitud linda para un montón de niñitas de cinco y seis años, que estaban aprendiendo a leer y escribir en primero de primaria, a quienes en buena parte nos enseñó cantando.
Otras profesores y profesoras de quienes tengo recuerdos agradables son Guadalupe Gutiérrez, Laura Muñoz, la Profesora Mirella San Juan, Rosa Elena Espinoza, Juan Antonio Robinson, Arturo Arroyo, Magdalena Gutiérrez y su hermana, Celso Prado, Jorge Nieto y Rubén Miranda entre muchos otros a quienes les estaré agradecida siempre.
Sin embargo, mi maestra favorita, fue mi profesora de sexto año, Plácida Guerrero Ríos, quien aplicó en mi una buena dosis de psicología y pedagogía, para poderme tener ocupada en lugar de bajarme calificaciones.
La profesora Plácida, hacía honor a su nombre, era una mujer de carácter suave y paciente, pero de mente brillante y ágil, quien tenía siempre la respuesta exacta para cualquier situación.
En mi caso, las calificaciones eran buenas, pero en Colegio de monjas contaba más el comportamiento y la actitud que el aprovechamiento, de ahí que mis boletas de primaria, lleven en todas las materias promedios de 9 y 10, pero en conducta, invariablemente resultaba reprobada o pasaba de panzazo.
Igual que ahora, platicar y hacer relajo era mi fuerte, pero hasta eso, lo hacía cuando ya había terminado lo que tenía que hacer, lo malo es que el resto seguía trabajando, lo que más de una vez me ganó un regaño, un jalón de cabello o un pellizco, cuando este tipo de actitudes no se consideraban antipedagógicas.
Pero en sexto año, mi suerte cambió, llegó la profesora Plácida y muy pronto se dio cuenta que terminaba rápido de trabajar y enseguida me levantaba a dar lata o platicaba con la vecina.
Sus primeras acciones fueron ponerme a borrar el pizarrón, sacar la basura, llevar algo a la Dirección y mantenerme ocupada si era un espacio breve.
Sin embargo cuando era más el tiempo, en lugar de enojarse conmigo y castigarme porque no me estaba quieta, me dio la llave de la biblioteca y me puso a hacer un trabajo especial de investigación sobre algo de historia, lo que debía de hacer entre los libros de la escuela.
Me dio luego un día de la semana para exponer al final lo que había investigado y así lo hizo durante todo el año. Me ponía a trabajar cuando estaba desocupada y luego a redactar lo que había investigado en fichas para hacer la exposición.
Su paciencia hizo que entrara a secundaria con excelentes calificaciones, que por cierto me encargué de destrozar en primero de secundaria donde tiro por viaje terminaba castigada fuera del aula o en la Dirección.
Sin embargo, definitivamente la profesora Plácida es de todos mis maestros, mi favorita porque aplicó conmigo la inteligencia, donde el resto, casi siempre aplicó el sentimiento de coraje de tener que lidiar con una chamaca desentendida y contestona.
Es por eso que a todos los profesores con vocación y paciencia, Gracias.
A todos los que siguen cobrando sin trabajar, o que por gusto hacen daño, ojo; la vida pasa factura.