Me tocó ser testigo mudo de un hecho que me llenó de frustración, de coraje, de un malestar que hacía muchos años afortunadamente no tenía que soportar.
El ejercicio de la autoridad por encima de la razón, de la piedad y la tolerancia actuado nada mas y nada menos que por la Directora de una escuela secundaria que amenazaba a una chiquilla de tercer año con expulsarla, luego de haber sido sorprendida por el prefecto fuera de la escuela.
En efecto, la falta es grave, la chamaca no tenía porque salir de la escuela, de hecho, su función como estudiante es estar dentro del perímetro del centro al que asiste y entrar a las clases, que son precisamente para estudiar.
Que era necesario llamar a los papás, es cierto, es importante que los padres sepan donde están sus hijos, que se les llame la atención a tiempo y puedan con este tiempo a su favor, evitar que una inocente pinta, pueda transformarse en muchas cosas mas graves.
Sin embargo la adolescente en cuestión, no tenía tras de si un negro expediente que ameritara amenazas, miedo, una crisis nerviosa y el llanto que a esos años tiene una niña que no sabe que reacción habrá en su casa si la amenaza de una expulsión se llega a cumplir.
Mi pregunta sin respuesta era una, en tercer año de secundaria, a unos cuantos días de concluir la escuela, con calificaciones que prácticamente le garantizan el pase a la preparatoria; se vale parar en seco a un adolescente, correrlo de la escuela y truncar con eso el futuro.
Me gustaría saber si todos los Directores que tienen en efecto una gran responsabilidad en sus manos, tienen la misma mano dura y firme con una chiquilla de 15 años que con un maestro faltista un maestro barco o uno que hace como que da clases mientras exige eso sí, aumento salarial.
Es pedagógico actuar como un juez todopoderoso con los niños, sin escuchar siquiera que fue lo que realmente ocurrió, que problema anda arrastrando un adolescente que junto con la suma de responsabilidades que ya carga por su propia edad es un licuado de hormonas que lo mismo van del llanto a la risa y del coraje a los besos.
Imagínese usted por un momento de 14 o de 15 años, a un mes exacto de salir de la secundaria, se siente ya gente grande, ve a los niñitos de primero de secundaria como eso como niñitos.
Hizo ya el examen para ingresar al bachillerato, se dedicó a estudiar semanas enteras todas las ecuaciones, las fechas, los símbolos químicos y sus posibles aplicaciones y esto debe combinarlo sin perder la pose mientras busca en el caso de las niñas algún maquillaje que le esconda ese barro que sale precisamente en la barbilla.
Imagínese usted de 15 años niño o niña, cuando trata de concentrarse en una lectura histórica y solo acierta pensar en fulanito o fulanita mientras las mariposas le revolotean en el estómago y si se le acerca el susodicho, lo único que acierta a balbucear es una frase incoherente.
Si usted que lee esta columna no se la pinteó nunca, déjeme decirle algo, o era muy buen niño, o era muy inadaptado o su escuela no tenía cerco por lo tanto dejaba de ser divertido.
Lo cierto es que la mayoría de los ahora hombres o mujeres profesionistas sanos, decentes y trabajadores, posiblemente recuerden algún día de pinta y no puedan evitar la sonrisa o un gesto de acuerdo a si los cacharon o no.
Lo cierto en todo este cuento, es que si un alumno se hace la pinta de manera constante y no asiste a clases hay que jalar la rienda y más que expulsarlo hay que ponerlo quieto y darle atención.
Pero correrlo a unos días de terminar el curso, a menos que sea una falta muy grave, no es justo, no es ético y no lo hace un verdadero maestro, mucho menos un director, la expulsión y el llanto de un niño, solo lo hace más tímido y menos querido por los alumnos a los que muy seguramente se volverá encontrar en una de esas extrañas sendas de la vida donde todos caminamos de ida y vuelta.