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Español sexista.

El género en las lenguas.

Nota publicada el 17 de abril de 2015
por Manuel Sánchez

El padre sol y la madre luna nos guían en el cielo. Nos dan energía (diría un cantante popular) debido a que dormimos de noche y trabajamos de día. No hay duda de que el sol es el prominente: es el dador de vida, es el brillante y el fuerte; el sol es hombre. La luna es la delicada, la tenue, la cambiante. Es mujer.

Podríamos recurrir a muchos ejemplos culturales para justificar esta relación. No por nada hay una fuerte tradición esotérica asociando estas posturas –y por esotérica, entiéndase tradición muy vieja y mítica–. Pero no sólo los mitos antiguos de un grupo particular de culturas (occidentales u orientales) asocian al hombre con el sol y a la mujer con la luna: está relación se extiende ampliamente por el globo.

Pero seamos realistas: ni la luna es mujer ni el sol es hombre. Carecen de esas características biológicas que los diferenciarían. Cargan, en la lengua española por lo menos, con una distinción de género que poco tiene que ver con la realidad. Para agregarle a la discusión, hay relatos tarahumaras en donde la traducción sugeriría una interpretación de estos astros como “la madre sol y el padre luna”. Suena a un error, pero en realidad es posible ya que la asociación con el género de estos objetos luminosos es completamente arbitraría.

Adjudicarle propiedades humanas a las cosas es una práctica bastante generalizada. En algunos casos se le ha llamado "antropomorfización”, una extensión de nosotros al mundo. Somos la medida de las cosas, y eso incluye que los nombres que aplican para nosotros también serán útiles para nombrar la realidad.

Primero, la relación es bastante obvia: “vaca” es femenino, y el español se encarga de significarlo no sólo por la palabra misma sino por el artículo “la”. Podríamos decir lo mismo de “la yegua” o de “la mujer”. Hasta parece obvio esto último: no diríamos “el mujer”. Todos estos sustantivos comparten el que su referente en la realidad tienen características físicas que lo diferencian de su contraparte masculina: es fácil la clasificación.

Aquellos casos ilustran que la información para nombrar va, de la realidad al lenguaje. Pero para nombrar aquellas cosas que carecen de género biológico tenemos el proceso contrario. A partir de las regularidades que se concreten en el lenguaje, a partir de su contacto con la realidad, se optará por un criterio puramente lingüístico.

Algo así como que un día, un hablante de latín que estaba siendo romanceado se dijo “¡oh!, pero que casualidad: muchos objetos animados que nombro y que terminan con la letra “o” son masculinos, por lo tanto, todo aquello que termine en “o” debe ser masculino. Y al parecer sucede lo mismo con lo femenino: todo lo que termina en “a” lo es, por lo que todo aquello que termina con esa letra debería ser femenino”.

En el caso del español, la marca de género tuvo una reducción en la época de transición del latín al romance (romana) en donde se simplificaron las relaciones entre la terminación y el género. Los femeninos que terminaban en “o” debían cambiar de terminación o de género. En latin, pinus (pino) era sentido como femenino debido a la terminación –us, mientras que al paso del español, ese y otros árboles adquirieron terminación “o” y por lo tanto cambiaron de género. Cabe destacar que en este proceso, del latín a español, se perdió un tercer clasificador: el neutro.

Al respecto, en las lenguas yumanas, específicamente en el paipai y el kumiai, no existe marca que permita distinguir entre femenino y masculino. Se dice, en términos lingüísticos, que el género se encuentra en el léxico. En paipai, paxmi significa hombre (y nótese que no significa persona). Invariablemente serán de género masculino. Mientras que mujer se dice “musi” en donde esa “s” se pronuncia con la punta de la lengua tocado el paladar. Fuera de estas dos expresiones, la lengua carece de alguna marca para saber el género de lo nombrado; el hablante sólo tiene el conocimiento tácito de que lo que ha nombrado es hombre o mujer. Si uno quiere especificar que un coyote es en realidad una coyota (el animal, y no la rellena de cajeta) simplemente agregará la palabra “mujer” al final, algo así como “ksar musi”.

La clasificación por género es algo "común", no porque el lenguaje venga adecuado para la división entre masculino y femenino, sino por el acto de clasificación en sí mismo. Y eso es algo importante a notar: según el Atlas Mundial de las Estructuras de las Lenguas (WALS)* de 256 lenguas catalogadas, sólo 84 presentan clasificación POR GÉNERO. De estas, sólo 50 clasifican entre masculino y femenino, mientras que 26 clasifican entre masculino, femenino y neutro. Las restantes tienen una forma de clasificación por género coherente con otras formas de clasificación y se disparan sus marcas: algunas tienen 12 marcas y otras alcanzan hasta 24 marcas distintas.

La clasificación de género es un aspecto de la lengua moldeado por la cultura. Luego, la cultura se sirve de las constancias de la lengua para seguir nombrado la realidad. Nunca se podría decir que una lengua es sexista, y que a priori hay preferencia de un género por sobre otro. Lo que sí se puede sostener es que el lenguaje parece dar preferencia a lo animado; a dividir al mundo entre lo animado y lo inanimado. Las pruebas de las lenguas del mundo sugieren que es de lo animado de donde provienen las marcas para nombrar lo inanimado. La lengua no es un alguien que puede ser acusada de sexista. En todo caso, el palo no es el que golpea, es alguien, con nombre y apellido, quien usa ese instrumento.

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