Juan Gabriel, fallecido el pasado 28 de agosto, generó reacciones como pocas veces vistas en los años recientes. Reacciones emanadas principalmente del pueblo que lo hizo eso, guste o no, un ídolo popular. El nacido en Michoacán pero hecho artísticamente en Ciudad Juárez, era de los pocos iconos de la música popular con que contaba este convulsionado y maltrecho país.
Por eso las muestras de dolor y pesar, de pena y consternación. Por décadas le compuso y cantó a su gente, a la gente que por millones le seguía y le idolatraba. A su gente que hoy le llora y le recuerda.
Juan Gabriel no le cantó a los intelectualoides que, crecidos de protagonismo e intolerancia, se manifiestan descalificadores de la personalidad y de las obras del cantautor.
No, a ellos no les compuso, ni tampoco les cantó. Era obvio que no.
Juan Gabriel, basta escarbar en las letras de sus canciones, le cantó a los mexicanos de a pie, a los que no saben de la prosa rebuscada ni la literatura obtusa que consumen un reducido e inquisidor grupo de ilustres mexicanos.
Juan Gabriel le compuso y le cantó a los mexicanos de carne y hueso. A esos.
Le compuso y les cantó a los mexicanos que posiblemente jamás en su vida leyeron a un García Márquez, que no se regocijaron con las obras de Picasso, ni se empalagaron de emoción escuchando a un Pavarotti.
A esos le llegó Juan Gabriel.
A los intolerantes, a los iluminados, a los letrados que hoy descalifican la personalidad y obra del fallecido compositor, a esos les cantan o les cantaron otros.
Y a esos otros, a los suyos, ya habrá tiempo de que les lloren.
Nicolás Alvarado, un descolorido y desconocido director entonces de TV UNAM, aprovechó el momento y las circunstancias para evidenciar su intolerancia y protagonismo. Para hacerse notar.
Lo hizo con obvio dolo y alevosía. Sabía perfectamente que su postura retrograda le costaría la chamba, pero le ganaría eso sí las simpatías y el respaldo de quienes, como él, se consideran autorizados para regir las expresiones artísticas y culturales de este país.
Alvarado y séquito, pudieron quedarse callados, apáticos, indiferentes. Pero no, eso no vende.
Llevar la contra en este país, al amparo de esa tan llevada y traída libertad de expresión, eso sí vende. Y vende bien.
Juan Gabriel, guste o no, fue despedido como un ídolo popular. De esos ídolos tan escasos, tan necesarios.
Su obra soportará el paso de los años en el gusto y en la memoria de sus seguidores, muy a pesar de los oídos sordos y las muinas de sus detractores.