Se llamaba Roquefort, fue mi primer conejo de peluche, un mono que mi nana me regaló el día que cumplí cinco años, fue el inicio de una larga colección que llegó a sumar una veintena de conejos de peluche que un día siendo ya adolescente la cambié por panteras Rosas.
Roquefort era un conejo de peluche rosa, de hecho, creo que en realidad no era conejo sino liebre, porque sus orejas eran muy, pero muy muy largas.
Dormía conmigo y luego con él otros conejos de peluche mas, Tomás, Tomy y otro montón de monos de peluche orejones, todos con sus nombres respectivos, a los cuales antes de dormir persignaba, igual que hacía mi mamá conmigo, pero realmente Roquefort era mi preferido y lo procuraba traer conmigo siempre.
Yo era una niña de ciudad y no imaginaba, como la mayoría de los niños de ciudad, que cualquier trozo de carne que comes, sea pollo, vaca, conejo o pescado, perteneció alguna vez a un bicho vivo.
Con esta ignorancia infantil a cuestas, un día mi papá salió junto con un grupo de amigos de cacería y un día después por la tarde, regresó a la casa y en el pick up que estaba en el patio traía algo en la caja.
Curiosa (metiche) como siempre, no pude dejar de acercarme pese a que me pidieron que no lo hiciera y cual fue mi sorpresa cuando en la caja del pick up, me di cuenta que había al menos una docena de pieles y piezas de carne que como característica tenían las orejas largas largas, ni mas ni menos que como Roquefort.
Lloré, mucho, mucho, mucho, para mi era terrible lo que había visto, habían matado conejos, pero no solo eso, estaban haciendo planes para cocinarlos o lo que es lo mismo, pretendían que me comiera luego a un primo cercano o lejano de Roquefort y por supuesto me negué terminantemente y seguí llorando.
Debo haber tenido más de 20 años y mucha hambre la primera vez que finalmente probé conejo, sabe rico, aunque cuando lo hice, debo aclarar que inicialmente me provocó un poco de remordimiento.
Roquefort vivió conmigo muchos años, estaba remendado, le puse ojos nuevos varias veces y también le renové su colita que de peluche se convirtió en una mota de estambre.
Uno de mis primos hermanos, entonces de 3 años de edad, ahora un próspero abogado, en una de las renovaciones de Roquefort, se quedó a dormir en la casa y mientras nosotros híbamos a la escuela, el dejó ciego a Roquefort, al quitarle los ojitos recién puestos y a pesar de todas las evidencias en su contra, el aseguraba con cara de ángel “se le cayeron solitos”.
Finalmente le compramos ojos nuevos y se los volvimos a poner, porque todo se resolvía con un poco de resistol y paciencia porque el silicón no existía.
Roquefort vivió conmigo muchos años, incluso cuando cambié conejos por Barbies y luego por Panteras Rosas, él seguía durmiendo conmigo.
Lo perdí de vista cuando me independicé y cambié la casa de mis papás por mi primer departamento, no había vuelto a saber de él hasta que hace algunos años tras la muerte de mi mamá hicimos una limpieza general en la casa.
En el closet de mi recámara en la parte alta, en una de las orillas estaba lleno de polvo Roquefort, las orejas deshilachadas, tuerto y sin cola.
Lo sacudí un poco y lo abracé para platicar de nuevo con él como cuando tenía cinco años, para darle algunos pormenores de mi vida y explicarle que aunque parecía ya gente grande, muchas veces a lo largo de esos años, lo había extrañado, especialmente los días difíciles de “adulto – harto” cuando recuerdas que no hacía mucho tiempo, luego de un berrinche, podías tomar a tu mono de peluche favorito para acurrucarte y sentirte niño otra vez.
P.D. Ojalá después de escuchar esta historia hayas recordado a tu juguete o tu mascota favorita, y aunque sea por un ratito, hayas vuelto a ser niño.