Desde antes de los tiempos de la Revolución, se había documentado la violencia contra las mujeres como una situación “normal” en México. Estas eran violentadas en todos los aspectos y de las formas más atroces, al igual que en muchos otros países. Fue hasta 1976, resultado de los movimientos feministas, que se comenzó a considerar a la mujer como una parte activa en la sociedad. Antes de este periodo, no se concebía la equidad de género, y en nuestro país, la violencia que sufrían era pan de cada día: ellas se creían hechas para reproducirse y cuidar del hogar.
Resulta alarmante, absurdo e indignante entonces, que a pesar de la creación de leyes y organismos de protección hacia la mujer, ese tipo de pensamientos retrógradas sigan existiendo y que el número de casos relacionados a violencia de género no disminuyan, sino todo lo contrario.
Cabe señalar que la violencia contra la mujer es “todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer…” (Asamblea General de las Naciones Unidas, 1993). Actualmente se ha estudiado que el fenómeno de violencia de género se relaciona al poder que el hombre ejerce sobre la mujer en general (hija, pareja, etc.), y esta se da de distintas maneras: violencia física (todo acto de agresión intencional que va desde un pellizco hasta la muerte); violencia sexual (toda conducta que va desde prácticas no deseadas y/o dolorosas hasta la violación); violencia económica (se relaciona al patrimonio y al flujo de gastos y la privación de los mismos por ejemplo); y violencia emocional o psicológica (desde gritos y humillaciones públicas, hasta apodos hirientes, insultos, amenazas, aislamiento y control, etc.).
Desgraciadamente, se pueden sufrir varios tipos de violencia al mismo tiempo y en el peor de los escenarios terminar en la muerte de la víctima.
Según datos de la ENDIREH, hay factores que pueden volvernos más vulnerables; estos tienen que ver con el nivel socioeconómico y educativo, contexto social, consumo de sustancias, estilos de crianza, que muchas veces incluyen patrones heredados de abuso, entre otros.
Es importante señalar también características de un posible (futuro) agresor, por eso la American Psychological Association (APA) menciona las siguientes: Bajo salario, bajos logros educativos, consumo de drogas o alcohol, enojo y hostilidad, desempleo, dependencia emocional e inseguridad, deseo de poder y control en las relaciones, creer en roles estrictos de género…
Otras de las características de un agresor, son la tendencia a ser manipulador y carismático.
Vargas-Nuñez menciona que después de violentar a su pareja, el agresor se muestra arrepentido y realiza promesas de no volverlo a hacer, buscando desesperadamente el perdón de la mujer, también es frecuente la conducta de chantaje (amenazar con suicidarse por ejemplo), además de acudir con amigos o familiares de la persona abusada para convencerla de que no lo demande. Si la pareja es perdonada, al principio el victimario se presenta amoroso en la relación, como si realmente fuese a cambiar, a esta fase se le conoce como “luna de miel”. Dicha conducta se vuelve en un círculo vicioso que en teoría, se presenta en tres fases según Walker: 1. Fase de tensión creciente (conductas de violencia verbal o física como insultos, empujones y reclamos); 2. Fase de violencia aguda (la tensión acumulada provoca golpes, heridas, etc.); y 3. Fase de amabilidad y afecto (la luna de miel).
Lo preocupante es que las mujeres suelen denunciar o pedir ayuda cuando la agresión es relevante.
Por eso, si te has identificado con alguna de las características antes mencionadas, busca a personas de confianza, asesoría legal o acude a instituciones que brinden apoyo a víctimas de violencia, como INMUJER, tel. 6462480873.