Día de fiesta de vendimia en el corazón del valle del vino. Fiesta dedicada con el espíritu de reconocer a quienes laboran en las difíciles labores del campo y quienes con su esfuerzo y su sudor logran, lo que con tanto orgullo presumimos. Tierra de buen clima mediterráneo, de buenos vinos, y de mejores personas.
Día de plaza de alegría y de júbilo.
El lugar: la plazoleta central del ejido El Porvenir, nombre de entre sueños, fantasías y deseos de un futuro mejor. Un quiosco en medio de la plazoleta, con corredores que se reúnen a su circunferencia. Bullicio de asistentes, voces y sonidos que emanan de un pueblo que produce uva, que produce vino, que produce riqueza y vanagloria para unos cuantos. La música de cámara, toca con certeza y habilidad piezas de acervo que deleitan los oídos, hasta de los incultos, pues distinguimos el acorde de la pieza aunque no sepamos como se llama o quien fue el ilustre compositor. Se oye bien, música clásica de un sexteto negro. Negro en el vestir más multicolor en su manifestación. Para probar el vino, solo es necesario extender la mano, extender el dedo índice y sonreír. Mas que atentos, serviciales atletas del tratamiento humano, despachan con celeridad la muestra del sumo convertido en vino. Algunas veces es el orgulloso propietario o convertido al convencimiento que el vino que ofertan en calidad de muestra es por excelsa calidad o cualidad, digno se ser paladeado.
Ahí en el centro del quiosco. Donde las notas de la música han recorrido distancia de gente, de árboles, de risas, de pláticas y rivalizan con el atardecer que quiere no languidecer tras los árboles de la plazoleta. El atardecer no quiere irse. Quiere seguir escuchando música que fue compuesta para ángeles y que hoy humanos gozamos casi, indiferentes.
Caras conocidas, manos que se estrechan, abrazos de amistad suspendida por ausencia de tiempo. Miradas furtivas de un coqueteo innato y natural. Pensaba yo en aquellos domingos pueblerinos de la historia romántica mexicana donde se giraba alrededor del quiosco y se coqueteaba con una flor a quienes circulaban en dirección opuesta. Aquí, hoy nadie circulaba, no hay flores en las manos. Solo música flotando y caras sonrientes coqueteando.
El aroma de comidas variadas se mezcla con el aroma de las plantas al atardecer, serian laureles o madreselvas, azaleas o huele de noche, no sé, los aromas de perfume no tienen marca ni logotipo identificable. Uno lo percibe, como resiente el sonido ya no de música de cámara. Ahora el escenario es de un conjunto de música aborigen. De tambores, rudimentarios, con ritmo si no caribeño si étnicamente antillano. Ritual mezclado entre místico religioso, pagano y sensual. La atención se da a la joven que en convulsiones representa todo eso de la música. Movimientos corporales de tono, místico religioso, pagano y sensual. Total expresión artística, imaginativa y provocadora.
La música continúa. Los acordes de canciones y piezas populares provenientes de una banda alegre y coordinada invitan a algunos a bailar a los más a contemplar.
Ya la tarde cedió el paso a la noche. La cantidad de asistentes se multiplicó. El algarabío también. La música suena más romántica al compás del chocar de las copas. Las sonrisas son más francas, hay alegría. Es la tarde del festival de la vendimia para el pueblo que hace y produce con sus manos los vinos del Valle de Guadalupe.
Se cierra mi telón..... la distancia es substancial. El retiro es prudente. Al marcharme dejo atrás, sonrisas, abrazos, risas, chocar de copas y algunos coqueteos. Me llevo en mí el sonido de esa música tradicional que llena el alma de recuerdos y el aroma de las comidas nuestras que incitan el apetito. Me llevo, si, también el sabor de ese vino. Poción digna de dioses.