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El desfile de 1955 y la odisea de Eucles

Una misión especial para un niño

Nota publicada el 18 de septiembre de 2014
por Rafael González Bartrina

Era el principio de año en Ensenada. En la escuela secundaria federal 322-2 los preparativos para el desfile militar del 24 de febrero de 1955, “Día de la bandera” habían sido tema central desde que regresamos de vacaciones de navidad.

El rigor de la educación militar se nos imponía con toda disciplina. Dado el carácter de “desfile militar” cada uno de nosotros teníamos asignados nuestro “equipo” fornitura, casco de baquelita, bayoneta y uno de los “famosos” mosquetones calibre 7 milímetros de fabricación Belga, con peso de 7.5 kilos. Cuidadosamente los habíamos limpiado y lubricado. Las fornituras pulidas con crema de aseo de zapatos, ya que eran de cuero, deberían de lucir impecables. Nuestro uniforme de “kaki” constaba de pantalón y camisa de algodón, corbata negra, guardada entre el segundo y tercer botón de la camisa.

En la parte superior de la manga izquierda llevábamos el escudo bordado con la identificación de la secundaria federal 322-2. En la parte central, al frente del caso llevábamos la escarapela circular con los colores de nuestra bandera. La “boca de la manga del pantalón” era sujetada, por la parte interior con una liga gruesa que lo “abonchaba” un poco y que cubría, parcialmente la parte superior de la bota.

El cinturón era de lona con hebilla de latón bronceado que debería de estar pulida a perfección. La marcialidad y uniformidad en la marcha era tan solo complemento al vestir y portar con gallardía y orgullo nuestro uniforme. La escolta, vestía su uniforme de gala y era la máxima representación militar en ese tiempo.

¡Llego el día! Para antes de las 7 de la mañana nos encontramos ya preparados y “empercherados”. Tomamos nuestros lugares y al toque de “paso redoblado” iniciamos nuestra marcha, por sobre la calle Primera, rumbo al poniente. Nuestro destino era el lugar de concentración, en el “paseo Hidalgo”.

Mi lugar en el pelotón era al extremo izquierdo, posiblemente la segunda o tercera fila.

Recuerdo que estábamos por llegar al Hotel Santa Isabel, al cruzar el “vado” cuando el propio profesor Héctor Migoni me ordenó salir del pelotón. Con sudor en la frente y latidos de temor me “cuadre” en firmes, esperando la regañada del siglo, y en plena marcha. Lo peor del asunto, ahora sí, sin saber ni por qué.

Con su característica voz de autoridad me ordenó que le entregara el mosquetón, fornitura y bayoneta, y que procediera, a paso veloz a la escuela. Me entregó la llave de la puerta de la sala de armas y me indicó que tomara otro mosquetón y me reincorporara con el contingente de la escuela en el monumento a Hidalgo.

De inmediato, di media vuelta y emprendí el trote, recorriendo el tramo hasta la calle Ciprés, hoy Pedro Loyola. Lo primero era abrir la sala de armas y luego buscar y encontrar un mosquetón en “Calidad de servicio”, los mejores, y los buenos, limpios y pulidos se encontraban en la marcha. No había mucho entre que escoger. No encontré bayoneta como la “mía” y la premura del tiempo no me permitía el lujo de ponerme quisquilloso.

Tome el fusil, la fornitura y la bayoneta que más al alcance estuvieran. Olvide cerrar con llave, es entendible el estado de presión que un joven de menos de 13 años estaba sujeto. Inicie mi “paso veloz” por la calle Primera, ahora con el pesado mosquetón en posición de “embrace” .

No hacía mucho que había leído una crónica de la batalla de Maratón en la antigua Grecia y recordaba al nombre de Eucles que recorrió cerca de 40 kilómetros hasta Atenas para cumplir la misión que le habían encomendado. El cargaba su pesado escudo yo el fusil. La distancia era considerablemente menor, quizás 2 kilómetros, pero en mi pensamiento yo era un moderno Eucles que sería aclamado con vivas y aplausos al cumplir mi “hazaña”. NI lo uno ni lo otro. Para todos mis amigos yo solo, “había hecho, otra de las mías” Prontamente y aspirando grandes bocanadas de aire por la boca tome mi lugar en el pelotón y en menos de 2 minutos iniciamos el desfile. Mis ampollas no me dejaron olvidar el rigor físico de ese desfile. El tiempo se encargó de borrar muchos de los detalles. Vívidamente y en lo profundo de mi ser, quedó la experiencia de un pequeño sacrificio en aras de una disciplina que lamentablemente no funcionó en su totalidad, tal como mi familia y mis maestros hubieran querido.

Posteriormente, me enteré de algunos detalles que me permitieron entender el porqué de lo sucedido. Un estudiante de tercer año, miembro, quizás de la escolta, quizás de la banda de guerra, por razones no muy claras no pudo llegar a la escuela al punto de reunión y llegó, cuando el contingente iba con destino al Paseo Hidalgo. Eso me permitió entender por qué necesitaba el equipo. Lo que nunca me quedó claro es por qué fui yo escogido. No han faltado las especulaciones. Nunca volví a encontrarme con el profesor Migoni después de junio de 1955. Me hubiera gustado poder decirle que gracias a su opción de mandarme a mí en esa “misión” tuve la oportunidad de sentirme un héroe al estilo de los antiguos griegos.

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