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De casinos, de reglas, de contubernios

Nota publicada el 14 de septiembre de 2016
por Alfredo Mendoza Rodríguez

En los Estados Unidos operan bajo condicionamientos legales bien precisos. Las reglas del juego, ahora sí que del juego, son claras. Claras, precisas y contundentes.

El riesgo lo corre quien quiere correrlo. Así de simple. Las reglas ahí están. Quien quiere conocerlas, lo hace; son públicas. Los que no, los que creen en su “buena fortuna”, por lo general terminan mal. Muy mal.

Advertidos estaban. Engañados no se pueden considerar. Eso no. Incautos, posiblemente, pero engañados no.

En el estado de Nevada, allá en la Unión Americana, se ubican dos ciudades que año con año atraen a millones de turistas de todo el mundo: Reno y Las Vegas.

Esta última concentra a los hoteles-casino más grandes del mundo. Es una ciudad que atrae no solo por las casas de apuesta que le dieron vida y en donde se juegan a diario decenas de millones de dólares, sino que atrae también por sus atractivos complementarios y que la vuelven una urbe turísticamente interesante.

Todas las casas de apuesta de Las Vegas, todas, operan bajo las reglas que impone la llamada Ley de Casinos de Nevada. Una legislación que no deja rendijas ni paso a las ambigüedades. Y lo mejor es que se cumple. Guste a no.

Verificaciones permanentes y no anunciadas para garantizar que las maquinas “tragamonedas” (lo de tragamonedas es un calificativo nostálgico) no sufran manipulaciones, garantías de que los premios ofertados se entreguen, que los menores de 21 años no apuesten, que una parte de los ingresos de los casinos se destine al combate de la ludopatía y que los impuestos se paguen en tiempo y forma.

Y ni que decir de los sitios autorizados para operar casinos. No en cualquier parte. Por supuesto que no. Su apertura debe sustentarse en proyectos integrales y en donde la generación de riqueza beneficie a los residentes del lugar.

Así operan los casinos en el país vecino del Norte.

En México, en tanto, están literalmente fuera de control.

Las casas de apuesta entraron por esa puerta amplia que da la ambigüedad de las leyes; de ahí se agarraron. El gobierno apenas si es capaz de mal puede cobrarles los impuestos. Apenas porque en algunos casos ni eso siquiera.

El número de sus clientes, por llamarlos así, aumenta cada día. Se cuentan por miles, por cientos de miles en todo el país. Clientes atraídos únicamente por ese sentimiento tan propio del ser humano de rascarle algo a la diosa fortuna, de ganarle al casino, de salir de pobre a través de un “golpe de suerte”.

No hay motivos complementarios que lleven a los ciudadanos a las casas de apuesta. No los hay.

Por eso son auténticas minas de oro para sus propietarios. El factor de riesgo es bajo, bajísimo.

Por eso aparecieron por cientos a lo largo y ancho del país, por eso la entrega dudosa de permisos, por eso la involucración de políticos detrás de la apertura de casinos.

En México las reglas de operación de las casas de apuesta hay que analizarlas con lupa.

Legisladores en un intento, eso nada mas, de acallar las voces que demandaban orden, transparencia y legalidad de parte del gobierno al momento de entregar permisos para operar casas de apuesta, crearon una ley amorfa, deforme, inconclusa y por demás confusa.

Una ley ajustada a los intereses de los dueños de los casinos y nada más.

En México no hay autoridad que verifique las máquinas que utilizan los casinos. Y si la hay no se ve. Y si no se ve es lo mismo que nada. Nadie garantiza ni verifica que los premios ofertados se entreguen.

Los casinos autorizados operan lo mismo cobijados por hoteles que en centros comerciales, lo mismo en sitios turísticos que próximos a núcleos residenciales. Están al alcance de todos. Literalmente. El objetivo es estar lo más próximo al potencial cliente y lo más lejano posible de una regulación oficial.

No hay proyectos integrales, no hay inversiones que detonen la generación de empleos ni de riqueza en lugares estratégicos.

El intento por regular la operación de casinos consideraba prohibir la entrada a menores de 21 años, prohibir la operación de cajeros automáticos al interior de los inmuebles, y que las nuevas autorizaciones para abrir salas de apuesta estuvieran etiquetadas a complejos turísticos y sitios donde pudieran detonarse atractivos adicionales como hoteles, centros comerciales y espacios recreativos.

Pero fue un intento nada más.

De ahí en fuera poco, casi nada. Nada que no sea cobrar los impuestos. Impuestos que en parte deben invertirse en programas que combatan la adicción por los juegos de azar, pero que en los hechos paran en otras actividades.

Y la ludopatía crece, se agiganta. Con todo y sus consecuencias económicas y sociales; emocionales.

Así operan los casinos en México. Desregulados.

Cobijados por una apatía oficial que suena a complicidad. A obvia complicidad.

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